Di que sí
Lo conocí a principio de los dos miles. Refulgía al otro lado del televisor. Llamó mi atención la brutalidad de sus palabras. Y por brutalidad entiéndase sinceridad.
Ayer, hoy y mañana, la sinceridad fue, es y será un mazo que no todos los seres humanos soportan cuando les cae encima.
El sujeto de la televisión, de inmediato, me hizo recordar al mejor maestro de escuela que he tenido nunca.
Mi maestro de Latín/Griego.
Nos evaluaba todos los días.
Todos.
Al pasar lista en lugar de responder “presente” había que decir “sí” o “no”. Esto significaba si habías estudiado para la lección o no.
Como dije, nos evaluaba todos los días, sin excepción y siempre a 3 alumnos (al azar). Es decir, solo a quienes con sangre fría afirmaban haber estudiado, el resto quedaba reprobado por default.
¿Eran estúpidos quienes de antemano decían “no”?
Juzguen ustedes mismos.
Los 3 evaluados diarios más les valía haber estudiado la noche anterior. De lo contrario, el triple cero al que eran acreedores por mentirosos y/o desperdiciar tiempo de clase era nimia reprimenda en comparación al verdadero castigo.
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El verdugo era un espadachín del lenguaje, de las pausas melodramáticas, del uso afilado de adjetivos, y por encima de todos estos atributos retóricos, del sentido del humor.
Las evaluaciones ocurrían en el estrado, frente a todo el salón de clase. La mayoría cruzaba los dedos para que la ley de probabilidad siguiera jugando a favor, olvidando que la casa siempre gana, tarde o temprano, e insalvablemente todos serían el nuevo protagonista de un roast a manos del maestro de lenguas grecolatinas.
Quién iba a decir, veinte años después, me toparía de nuevo al sujeto de la televisión, pero sin televisor de por medio.
Durante más de una hora pude comprobar, en carne y hueso, el nivel de exigencia y profesionalismo al que se somete a sí mismo y a quienes rodea. Como cierto maestro que usaba (también) sus dos apellidos para presentarse ante la gente.
Dato no menor en el mundo del espectáculo, donde una regla no escrita consiste en abreviar lo máximo posible tu nombre (o usar uno distinto al del acta de nacimiento) para facilitar al espectador el uso de la menor cantidad de neuronas.
Sin embargo, yo seguía recordando con nitidez su nombre.
Al igual que las enseñanzas que me prepararon para recibir un sí del apodado “juez de hierro”.
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