Dos golpes.

En la infancia se aprende a caminar de caída en caída. A pesar de la tierna guía de un padre, el paso en falso es eventualmente inevitable. Nos invade por un instante ese retortijón terrible y nos encontramos de cara con el suelo. Tanto nos impacta esta experiencia y se nos antoja tan poco repetirla que por obra de nuestro esfuerzo logramos paulatinamente el precario acto de equilibrio demandado por nuestra anatomía mamífera. En muchas otras disciplinas continúa este patrón, la progresiva evasión de los golpes. Para un joven activista arribando por fin a la escena internacional, su primer encuentro asemeja este proceso más de lo que me gustaría admitir. El Foro Político de Alto Nivel, conferencia celebrada anualmente por las Naciones Unidas con el objetivo de avanzar los ODS, fue para mi una cacofonía de golpes inesperados, progresivos y dolorosos. Aunque he de admitir, como todo cuidador e hijo, eventualmente útiles. 

El primer choque es toparse con una manada sospechosa de pseudo-padres que, creyendo al joven incompetente, pretenden cargarlo en sus brazos. Así, recorren una distancia y convencen a la criatura de que el resultado es de su propio caminar. Igual que al niño, esta actitud incapacita al activista y peor aún, le evita un aprendizaje necesario. Podría nombrar un sinnúmero de instituciones e individuos dedicados a esta empresa tan infructuosa, pero me parece más productivo dar evidencia del mecanismo más prominente que compone al engaño. Su clave es persuadir al joven de que su única herramienta efectiva en la escena internacional es el habla. De esta manera se le aleja de una acción concreta y sus esfuerzos se relegan a presionar y “recomendar” a los comités. La capacidad de incidencia acaba limitada artificialmente y el seguimiento y la toma de responsabilidad se imposibilitan. La evidencia de este proceso se puede encontrar en el hecho de que Naciones Unidas sólo permite e incita a jóvenes a este tipo de interacciones.

Seguida esta experiencia se sucede otro tropiezo, ahora con una guardería mutuamente hostil. Un activista se encuentra con que los individuos se ponen unos a otros el pie con la engañosa fantasía de ser el primero en caminar, sin ganar ningún beneficio por ello.  Fenómeno denotado como una “mentalidad de cangrejo” por algún sociólogo desconocido. Basta con echar un ojo a la cantidad de diferentes organizaciones de supuesta incidencia y liderazgo juvenil que parecen existir. Muchas con el único propósito de permitir a algún afortunado ponerse la palabrilla de fundador o director en su currículum. Con estas, compiten por los espacios disponibles, los recursos y las oportunidades dejando sin aprovechar a un gran sector de talentos. No me cabe duda de que reestructurando el sistema de incidencia para permitir un impacto sin competencias incongruentes lograríamos mucho más. 

Estos dos golpes me llevaron las más grandes lecciones del 2023. Creo que al ofrecerlos es necesario también hablar de las soluciones que podrían encontrarse en el horizonte. Principalmente encuentro una esperanza en la reestructuración del sistema de Naciones Unidas para promover la toma de acción juvenil (no discursiva, sino concreta) a nivel nacional. Eso implica dar poder concreto y real a los jóvenes para formar el mundo que han de heredar. Esa debería de ser la única misión relacionada a la juventud de los adultos que hoy dominan la escena internacional. En esta reestructuración, veo posible también arreglar el manojo de esfuerzos dispersos que hoy describen a la acción juvenil. Los organismos, como las misiones permanentes y  los grupos de representación, deben de modificar sus procesos de integración de juventud para hacerlos transparentes, equitativos e impactantes. Para lograrlo deberán también dejar de lado la mentalidad, ya arcaica, de las jerarquías organizacionales estrictas y con baja movilidad. Solo así lograremos por fin un cambio significativo, colaborativo y medible.