Dos libras y un chelín.
Abro la ventana para que el aire gélido de Edimburgo entre en la habitación. Aunque han pasado varias horas desde la lección de anatomía del doctor Sullivan, aún me siento algo mareado y a pesar del frío que siento en los huesos, permanezco sentado bajo la ventana mientras dejo que poco a poco se vaya eliminando de mi mente el olor de la muerte. Un escalofrío recorre mi cuerpo que tiembla, más por la ansiedad que aún siento, que por el frío que hace en la pequeña habitación donde intento olvidar el horror de la disección.