Fouché el camaleón. El mayor trepa de la historia.

Fouché el camaleón. El mayor trepa de la historia.


15 de enero de 1793, la Convención debe decidir un asunto sumamente delicado: la suerte de Luis XVI. Este hombrecillo glotón, convertido en Luis Capeto tras la revolución, ya no es un peligro para la república. El antaño delfín de Francia, es ahora un pez diminuto intentando respirar fuera del agua. No obstante, hay que enviar un mensaje rotundo al resto de las monarquías. Los miembros de este comité, deben pues, dar un SI o un NO, vida o muerte, de viva voz, nada de votos secretos, Robespierre exige que se sepa lo que decide cada uno para tomar nota.

Por descontado José Fouché prefiere el voto secreto. Sus artimañas y sus tretas  parten siempre desde las sombras. Es mejor guardar un as en la manga para poder cambiar de chaqueta poco a poco y sin hacer ruido.

¿Qué debe hacer, por tanto  el senador Fouché en tan importante ocasión? Como moderado debe votar junto con sus compañeros girondinos a favor de la clemencia. Pero algo le dice que debe sopesar su decisión con cautela. Los alborotadores llevan días rugiendo en la calle jaleados por Robespierre y sus acólitos. Los disturbios son constantes y el clamor popular pide ver la cabeza de Capeto en un pica.

Así pues, cuando al senador por Nantes le toca alzar la voz la expectación es máxima, su voto es decisivo, la tensión en su rostro es evidente, se pone de pie y emite su veredicto: la mort.

Un año después, será su cabeza la que esté en juego. La rivalidad que Fouché, y otros como él tienen con  Robespierre es de sobra conocida, tanto como el miedo que el fanático jacobino inspira tanto a amigos como enemigos; nadie está a salvo de su dedo acusador. Temor que será al fin su condena. Una vez más, Fouché mueve los hilos para que sea este sádico inquisidor el que termine en el patíbulo, el mismo al que envío a decenas de compañeros sin vacilar ni un segundo.

Tras el Terror llegó el Directorio y con él algo de tranquilidad. El senador Fouché se convirtió en Ministro de Policía, cargo que sin duda le venía como anillo al dedo. Su red de espías llegó a meterse hasta en la alcoba de Napoleón, caballo ganador al que el ministro permitió dar el golpe de estado que finiquitó la revolución. En pago a su inacción el 18 de Brumario, el nuevo Cónsul mantuvo a Fouché en su puesto, premiando sus ladinos servicios con un título nobiliario. El extremista jacobita, apodado el carnicero de Lyon por la purga que realizó en esta ciudad; azote del clero y la nobleza, el látigo de la Revolución, se convirtió por obra y arte del futuro emperador, en el Duque de Otranto, título que antes de él nadie poseía, nuevo título confeccionado a medida, con blasón y todo. 

El Duque estuvo varias veces en la picota, fue destituido de su puesto en varias ocasiones, pero siempre volvió a ser restituido en el cargo pues aunque el emperador no se fiaba de él, esta alimaña  oportunista, conocía secretos que era mejor que se los mantuviera en secreto.

Cayó el emperador y Fouché supo - una vez más - abandonar el barco a tiempo ¿Quién gobernaría Francia tras el imperio del Corso? Varios eran los candidatos. De nuevo el ministro debía elegir bando. Paradojas del destino, quiso este que el hermano del hombre al que mandó a la guillotina, fuera el candidato llamado a tomar las riendas del país, Francia volvería tener un rey, aunque ya no sería un déspota absolutista ¿O tal vez sí?

La restauración sentó en el trono a Luis XVIII, gracias a las negociaciones  entre el Borbón, Talleyrand y, como no, con la complicidad, una vez más de ese hombre sin principios ni moralidad al que el nuevo rey mantendría en su cargo muy a su pesar.

No obstante, esta vez, la jugada le saldrá bien a Fouché solo el tiempo necesario para que el nuevo rey tome posesión del cargo.

El rencor del monarca hacia los que asesinaron a su hermano y lo enviaron a él al exilio, no le permite olvidar. Recuerda muy bien el nombre de Fouché y al poco tiempo de su entronización, cesa de su puesto a ese miserable y le condena al ostracismo primero y al destierro después.

El que antaño fuera el maestro que movía los hilos del poder a su antojo, pasará sus últimos años de vida en una magnífica villa en un pueblo de Austria. Apartado del poder y las maquinaciones, se irá marchitando como un jardín abandonado a su suerte.

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