El día que le cociné a Sir Paul (o casi)

El día que le cociné a Sir Paul (o casi)

Cuando Martín Schwedt, un chef uruguayo amigo personal y conocido como “el chef de los famosos” por haber cocinado para Madonna, Coldplay y otras leyendas, me lanzó una invitación, no pude resistirme. Era 2013, y McCartney volvía a Montevideo, nada menos que al Centenario, y Schwedt necesitaba un equipo de cocineros uruguayos para apoyar al crew británico que lo acompañaba en su gira.

Era una oportunidad única: tres días cocinando para el staff de Paul, y, claro, también para el mismísimo Sir Paul.

Para entonces, ya era un reciente graduado del IGA (Instituto Gastronómico Argentino) en Montevideo, pero no había abrazado la cocina para ser el próximo Schwedt (es imposibe). No, yo había estudiado gastronomía por algo mucho más práctico: la vida en los medios tiene la estabilidad de un flan, y, ante cualquier sacudida, quería tener un oficio con el que pudiera sostenerme. Me gustaba la idea de tener un plan B. Y con eso en mente, acepté su invitación, un poco por la curiosidad, otro tanto por ver de cerca cómo se mueve la cocina profesional.


Foto de familia junto al crew británico.

Pero, siendo sinceros, aquellos tres días cocinando para McCartney y su equipo fueron solo un capítulo en una serie de pasantías, “mini becas” en cocinas diversas. Desde mis días en la escuela de gastronomía, me había embarcado en varias de esas experiencias para ganar cancha, y cada una me dejó algo distinto.

Hubo cocinas en las que el ambiente era vibrante, creativo, incluso humano; otras donde la presión era intensa, las jerarquías inquebrantables, y el trato, francamente, en el borde del destrato.

Así, a lo largo de esas experiencias, fui aprendiendo que la gastronomía tiene su propio idioma. La cocina profesional, como yo la experimenté, es un mundo cerrado, donde el trabajo en equipo es fundamental, pero también lo es la precisión, y el error es casi una ofensa.

En ese universo, hay un sentido del deber similar a un entrenamiento militar: un corte en falso o un plato en el momento equivocado es casi una falta de respeto.

Cuando el respeto es un ingrediente faltante

Uno aprende a seguir indicaciones al pie de la letra y a manejar tiempos como un reloj suizo. No me malinterpreten; es una experiencia formativa como pocas, pero con los días y las semanas, me di cuenta de algo más profundo: aquella cocina, aunque me fascinaba, no era el lugar donde quería pasar mis días.


Preparando alimentos junto a Diego Ruete.

Quizás fue en el Centenario donde esta conclusión empezó a tomar forma, donde comprendí que la pasión por la cocina no necesariamente se traduce en querer vivir bajo esas reglas. Porque, a ver, yo amo cocinar. Desde chico, inventaba platos, probaba recetas de mi abuela y soñaba con hacer algo propio. Pero el ambiente que vi en esas cocinas de alta exigencia estaba lejos de ser el de una fiesta de creatividad y sabores. Era una coreografía de presión, de órdenes y respuestas rápidas, de rostros serios y pocas palabras de aliento.


Parte del menú vegano y vegetariano para todo el staff.

Aquel tiempo como “becario-pasante” de la cocina profesional me enseñó dos cosas: la importancia de tener un oficio concreto, algo que uno pueda hacer con sus manos, y, también, el valor de saber cuándo un ambiente no es para uno. Aprecié el respeto que los cocineros profesionales le tienen a su oficio, pero también entendí que el respeto debe ir en ambas direcciones.

A menudo, la jerarquía aplasta la pasión (ojo, que no se malinterprete, este no fue el caso), y el sistema está diseñado para que el cocinero sea una pieza más en la máquina, no alguien que puede aportar desde la creación.


Una caja llena de sabores.


Cuando irse es la lección

Si algo he aprendido desde entonces, es que la creatividad necesita espacio para respirar, y no hay nada peor que un lugar donde uno sienta que debe sacrificar su esencia para encajar. La experiencia gastronómica, desde el Centenario hasta aquellas cocinas de pasantía, me enseñó a buscar lugares donde se pueda construir sin perder de vista la humanidad.

Quizás uno de los mayores aprendizajes fue entender que, a veces, la lección más valiosa es saber cuándo irse. Los medios de comunicación y la gastronomía tienen algo en común: son profesiones donde el ego, la presión y el perfeccionismo juegan un rol importante, pero también donde los ambientes se vuelven irrespirables si no hay respeto por el otro.

Y en ese punto, tengo algo que agregar. Porque en los medios también abundan quienes verticalizan, quienes aplastan la pasión y se convierten en fundamentalistas de “esto es así” o “esto se hace así”, como si las reglas fueran inmutables.

A esos los enfrento. Porque el trabajo en medios necesita esa chispa creativa que algunos pretenden apagar a golpe de “acá se hace lo que yo digo”. Les doy pelea —y no pienso bajar los brazos hasta que cada uno de ellos, con sus reglas inquebrantables, desaparezca de la faz de los medios.

En lugar de quedarme en una cocina llena de tensiones, decidí quedarme con lo mejor de la experiencia: saber que el oficio es importante, pero que uno debe buscar su propio estilo, sin necesidad de sacrificar el respeto mutuo. La cocina, como cualquier otro trabajo, debería ser un lugar de aprendizaje y creatividad, y no una fuente de constante estrés y deshumanización.

No me arrepiento de haber cocinado para McCartney (o, mejor dicho, para su crew), ni de haber pasado por otras cocinas que me enseñaron sobre la vida profesional. Pero sí sé que esos momentos me ayudaron a definir el tipo de ambiente en el que quiero trabajar y crear.

En algún momento, como bien dicen, uno tiene que escuchar su propia intuición y buscar un lugar donde la creatividad y el respeto vayan de la mano, donde las ideas puedan ser un plato tan rico como uno bien preparado.


Equipazo!!!!

Aprendí que un buen equipo se basa en el respeto, y que eso aplica tanto para la cocina como para los medios. En el ruido de las ollas y las órdenes tajantes, vi que había gente que sabía mucho pero también le gustaba aplastar la pasión del otro, solo porque podían.

Lo mismo pasa en algunas redacciones o en las oficinas, donde siempre hay uno que te quiere enseñar el “esto se hace así” como si fuera mandamiento. Con esos sí que no transo, y estoy decidido a dar pelea hasta que desaparezcan.

La receta para elegir dónde estar

Al final, la mayor lección fue la libertad de elección: saber que está bien amar algo, aprenderlo, pero también darse cuenta de cuándo un ambiente no es para uno. Así que me quedé con lo mejor de la experiencia, con la idea de que la creatividad y el respeto no deberían ser enemigos. En cualquier cocina, en cualquier oficio, la receta está en que la esencia de uno no se pierda en la receta.

Y a Martín, mi amigo, muchísimas gracias.


Matilde Zeballos Redes

Comunicación l Marketing Digital l Periodismo l Fotógrafa Profesional.

1 mes

Yes, Sir Federico!!! Siempre estaré en la misma vereda del Fede del 2013 y del Fede del 2024 😉

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