El dolor de no haber dicho
Todas esas cosas siguen vivas, de Leonor Courtoisie. Pez en el hielo, Montevideo, 2020, 70 pág.
El dolor de no haber dicho
Una instantánea captada por el lente. Un fragmento de realidad irrepetible que lucha por mantenerse con vida; sentido que se pierde o se resignifica cada vez que es visitado por el que observa, por el que lee. La esencia de una vida o de una parte: el recuerdo. A partir de una fotografía, la poeta, dramaturga y actriz Leonor Courtoisie (Montevideo, 1990) se sumerge en el territorio de la memoria, esta vez desde la poesía. En su primer libro, Corte de obsidiana (2017/2019) —un híbrido textual, entre pieza de teatro y relato poético—, el disparador también era una foto: “Esta es la única foto en la que aparezco con Marco Fonz”, decía, como si hubiese una historia previa, impostergable, que era necesario contar.
La polifacética Susan Sontag ha reflexionado sobre la fotografía, la realidad y la literatura. A propósito, dice: “Todas las fotografías son memento mori [“recuerda morir”]. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa”. ¿Ocurre lo mismo con un texto que emerge de una foto? Sí, ya que participa de ambos mundos, de la vida y de la muerte. Esa trascendencia de la palabra, cuando se aleja de la imagen, es la que permite a Courtoisie terminar aquel libro con un puente hacia el siguiente: “Aún quedan cenizas”.
En Todas esas cosas siguen vivas, la autora da un paso decisivo hacia la imagen y la vuelve a colocar en el centro de la palabra, cambiando el eje afectivo hacia un interlocutor ausente o, mejor dicho, presente: “Esta es la única foto que tengo contigo”.
La poeta Claudia Campos señala en contratapa el paciente trabajo que la autora criba sobre sus “ofrendas” y “heridas”, que forman parte de una “poética del cuerpo”. Un cuerpo temático variado, donde Las puertas, Los bondis, Las ventanas, Los sótanos y Las azoteas son secciones/escenarios en los que la infancia, el parentesco, la inocencia, la fatalidad, el desgarro, la poesía, entre otros asuntos, se cruzan con una voz que respira entrecortada, como si bajara y subiera escaleras interminables, en las que debe parar a recobrar aire. En esos resquicios la palabra brilla y madura: “no hay que hablar/de los muertos/cuando no están”; una especie de asombro elaborado del cual tiene pleno dominio y consciencia.
Habría mucho para decir, porque este no es un libro solo para leer, sino para sentarse a ver, como si fuera una foto en la que ya hay cosas dichas que aún “siguen vivas”. Un camino de aceptación que termina quebrando una lanza por la escritura, aunque a veces deba llamarse a silencio: “Ser grande/dejar de existir/sabérmelas todas […]. Pensar/y no decirlo/No decir nada”.