Una novela es una acumulación de memoria
Daniel Ferreira (foto Adrián Hueso)

Una novela es una acumulación de memoria

Daniel Ferreira (Santander, 1981) es oriundo de Colombia pero vino de paso desde Buenos Aires en barco a través de un río vivo, el de la Plata, acaso en clave de homenaje a otro, el Magdalena, eje arterial de los ríos de su país y metáfora que lo ha llevado lejos gracias a su última novela, Recuerdos del río volador (2023).


Quise buscar tus libros en nuestras librerías y no están, excepto Recuerdos del río volador (2023). Qué difícil es la recepción de un autor conocido en su propio país, pero que no se conoce lo que ha hecho.

―Pues sí, justo es la quinta novela que escribo y está al final de un proyecto ya cerrado, una pentalogía del siglo XX en Colombia. Sin ser novelas históricas, bebían de aspectos conflictivos de lo social y lo político. Esta fue seleccionada por un plan que tiene Alfaguara para internacionalizar algunos libros de los catálogos de cada país.

El mapa de las lenguas.

―Sí, este libro a diferencia de los anteriores abarca un período histórico más largo. Eso coincide con un proceso de modernización que tuvo Colombia en términos de desarrollo industrial, por las petroleras, por la creación de la red ferroviaria, por la navegación del río Magdalena que era surcado por buques de vapor.

¿De qué va?

―La novela cuenta la historia de Alejandro, que fue desaparecido, se intuye que forzadamente en 1948, cuando matan a Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá. En la huelga general que se desata en protesta el protagonista desaparece. El libro propone las investigaciones de sus seres queridos para tratar de dar con él y con lo que dan es una especie de archivo roto (inventado), compuesto de fotografías y cartas.

La anterior, El año del sol negro (2018), cubre los eventos previos a 1900, sobre La Guerra de los Mil días. ¿Seguís un criterio cronológico?

―Sí, empecé hacia finales de siglo, pensando en una historia que se ubicara en el contexto de la guerra paramilitar y guerrillera y fui para atrás, saltando por décadas pero dentro del siglo XX. Los libros no son monólogos. No hay continuidad entre una novela y otra, pueden leerse por separado.

Eso es interesante, también la expresión utilizada en el título.

―El “río volador” es un fenómeno meteorológico, me enteré luego, del vapor de agua, de los ríos amazónicos y de Sudamérica, que se eleva, pasa las cordilleras y lleva agua hacia otros lugares que no la tendrían si no existiera ese tipo de conexión. La novela irriga y te va lleva a lugares extraños.

Pensando en Alejandro, y en esa distinción que se hace de él entre el aventurero y el “andariego”, noto que esta palabra tiene una carga específica en el texto.

―Mira, el personaje de Alejandro surge de un hijo de mi bisabuela que desapareció en 1948 en circunstancias muy parecidas a las que le ocurren al Alejandro de la ficción.

Ok.

―Cuando preguntaba por “Alejandro”, decían que él era un andariego y que se había ido por cuenta propia. Entonces se empezó a culpar al desaparecido por desaparecer.

Insólito.

―En Colombia no existía la noción del desaparecido forzado, como hay hoy. Es más, los miles de desaparecidos que tuvo en el siglo XX ni siquiera eran nombrados como delito.

Claro.

―Un proceso de construcción de la memoria no es algo que se haga solo, se hace con voces colectivas. Uruguay tuvo una de las dictaduras más violentas del continente, con una estela de desaparecidos que todavía no se han concluido. En Colombia tratamos de avanzar en la búsqueda de la verdad, justicia y reparación simbólica y material de las miles de familias que han sido afectadas por el conflicto. Los procesos de paz no son completos.

Es fuerte la escena de aviador Miller cuando habla con la madre de Alejandro y la persuade de pasar la página.

―Sí, ella asume que está vivo mientras no aparezca un cadáver que pruebe lo contrario. El duelo de un desaparecido es impenitente, está lleno de preguntas constantes, no se cierra, se va prolonga.

Me gustó mucho la ambientación de la novela y su rol didáctico al recrear la época.

―Debido a las migraciones internas y también extranjeras, se creó una cultura muy particular, transversal al país, que es la cultura del río, de la gente anfibia, la cuna de muchas prácticas culturales están ahí, los aires negros, los palenques. Esa diversidad y riqueza se mantiene y muchos autores, como García Márquez, Álvaro Mutis o William Ospina, han hecho algún homenaje literario al río Magdalena porque lo han conocido y porque se han dado cuenta de esto. En la novela quería aproximarme a lo que había sido este río para mí, a las historias que me contaron acerca de cómo habían surgido estos pueblos.

Entrando más en el texto, hay un personaje secundario que cumple una función primordial.

―Ulises Álvarez. Este pintor introduce al fotógrafo desaparecido a una especie de conciencia social, a través de la pintura, y lo hace reflexionar sobre qué es lo que se debe registrar de la realidad y dónde poner la mirada.

Ayuda a Alejandro a gestar una especie de crónica de guerra, en clave de fotoperiodismo.

―Sí, y es que en la historia de Colombia, sin haber tenido un Robert Capa, había una cantidad de fotógrafos aficionados, como Floro Piedrahíta y otros, que son los pioneros del reportaje visual. Cuando vi esos archivos, noté el enfoque que le habían dado y era social. Ellos cartografiaron la historia de las huelgas obreras con cierta precariedad que había en los instrumentos, y hoy son documentos de primera mano para aproximarse no solo a los sucesos sino a las evidencias de cierto horror que queda documentado en las fotografías.

Sí, en la novela cobra importancia el trabajo con la imagen que hace Alejandro para preservar la memoria y a su vez poner en cuestión el concepto de verdad.

―Sí, Alejandro está en el lugar menos indicado, pero la otra posibilidad es que está en donde sabe que debe estar. La novela retrata una época donde la fotografía cumplía una función social que está siendo descubierta, y que era la de evidencia.

Utilizada como instrumento político.

―Claro. En nuestro presente ya politizado, la noción de la verdad es la que ha sido desdibujada, pero posverdad siempre ha existido, porque siempre ha existido manipulación sobre la historia. Las nuevas generaciones han tratado de vincular ciertos discursos sociales y críticas políticas despolitizando la literatura y haciendo que surjan más discursos subjetivos desde el yo, o historias fantásticas, pero a mí la literatura que me interesa es la que trata sobre los asuntos sociales: Thomas Eloy Martínez, Elena Poniatowska o Reynaldo Arenas, gente que vio los desarrollos sociales de sus países hablando con la gente.

¿Y Vargas Llosa?

―Hay un primer Vargas Llosa que se aproxima a la República Dominicana, ese Vargas Llosa es interesante.

Si bien es una novela larga que no parece, requiere de concentración y paciencia. La estrategia narrativa es arborescente y se ramifica.

―Yo también sufro de la distracción. Pero la literatura y su lectura tienen que ver con la necesidad de evasión. Nunca fueron masivas. Yo trabajo sobre el fragmento, y a partir de allí uno puede tener la pausa suficiente como para distraerse en otra cosa. Intento conectar a la gente con la impermanencia de su propio tiempo.

Funciona.

―Claro, funciona porque el lector en un momento logra hacer esa conexión entre todas las partes, por efecto de acumulación. Una novela es una acumulación de memoria.

Gabo póstumo

Pensando en el fenómeno Gabo en Colombia y en su última novela En agosto nos vemos (2024), ¿qué pensás sobre que haya sido publicada diez años después de su muerte?

―Me enteré, sí, fue promocionada como el evento literario de la década, y bueno, tenemos un nuevo García Márquez por leer. Para quienes les gusta lo celebran. Lo que no se ha cuestionado es la decisión ética de publicar un texto rechazado por el propio autor por falta de calidad.

Leí que sus hijos tuvieron que ver en el asunto.

―Como pasó con los casos de Hemingway o Truman Capote, que tuvieron una descompensación mental que les impidió revisar sus obras lo suficiente.

Virgilio, Navokov, Kafka, por eso la pregunta va con trampa. ¿Hay que respetar al creador? ¿Todo lo que escribió es pasible de ser publicado sin su consentimiento?

―En vida uno está en la obligación como autor de trabajar lo mejor que pueda una obra, por respeto al oficio, por el destino de los personajes que uno marca, pero una vez desaparecido el autor es inevitable, porque la noción de autor ya se superpone a la de la calidad de los textos. Entonces no le ha pasado nada a García Márquez que no le haya pasado a otros. Creo que el final de la obra de García Márquez no tuvo un cierre socialmente aceptado con Memoria de mis putas tristes (2004), que fue cuestionado por el enfoque de violencia machista. Pero esta da un cierre distinto. Más allá de eso, lo leí con mucho interés y hubiera ameritado una edición crítica, como tiene cinco versiones, su comparación nos hubiese enriquecido un poco más, debido a sus carencias.

Romper un estigma

Va un dato de color: en 1949, un año después que nace Alejandro (el protagonista desaparecido de su novela) nace Pablo Escobar.

―[Hace un gran silencio con cara de muy pocos amigos]. El costo del progreso en el desarrollo industrial no tiene el costo social y político que tiene la aparición de la bonanza de la coca.

Claro.

―El narcotráfico tiene un estigma sobre el país del cual no logramos desembarazarnos. Es evidente que Colombia es el mayor productor de cocaína en el mundo, de que todos los programas del gobierno que han tratado de frenar la expansión y sustituir el cultivo de la coca no han podido cambiarlo. Pero esa coca es consumida por norteamericanos y europeos, y esa parte del estigma no les toca a ellos, sino a los campesinos que producen a falta de otra bonanza que les permita mejorar su situación de vida.

¿No se ha dicho mucho ya sobre el cartel, a partir de la Hollywodización de la figura de Escobar y las serie?

―Por un lado, muchos extranjeros van a Colombia a hacer narcotoures, recorridos turísticos, donde lo que hacen es ensalzar más la memoria de algo que nos ha causado un estigma en el mundo, en la figura de un narcotraficante que asesinó a miles de personas. Estoy en contra de esa propagación y de ciertos sectores que el turismo popular ha convertido en lema de camisetas, en imanes de heladeras. Hay turistas extranjeros que van a Colombia a consumir sexo con adolescentes y drogas. También los israelíes han utilizado lugares como Taganga o Medellín como centro de recreación sin ley. Estoy contra todo eso.

¿No?

―Es decir, para el tipo de historia nacional que tenemos y la complejidad que hay entre los vectores de la violencia, la literatura no ha abarcado casi nada. El periodismo ha sido un poco más directo y ha investigado a fondo, y por supuesto los periodistas han sufrido persecuciones y asesinados por hablar de estas cosas.

¿Hay algún escritor o escritora en tu país que haya encarado este tema desde la ficción con la profundidad que merece?

―Mira, en el periodismo hay gente como Germán Castro Caicedo. La no ficción alimenta los relatos de la ficción, así que es incluso más importante. El cine y las series de televisión, así como las narco telenovelas están montadas sobre clichés y datos falsos, de manera que a nosotros nos identifican mediante un discurso masivo con ese tipo de relatos, más no con nuestra literatura profunda o nuestro periodismo de riesgo. Hay que escribir más.

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