EL FARO
Desde el 13 de septiembre, cuando el Colegio Karol Wojtyla de Seseña llenó las aulas de alumnos ilusionados, profesores enamorados de su vocación y familias en busca de una educación mejor para sus hijos, yo no he dejado de darle gracias a Dios por darme detalles de lo grande que es ejercer mi vocación de orientadora.
Es sencillo, yo miro, escucho, disfruto y me emociono con ellos, incluso he podido experimentar la angustia de algunos alumnos por sentirse rechazados de su grupo o por echar de menos a antiguos compañeros. Son sentimientos agridulces que me ayudan a salir de mí a cada instante.
Hace unos días, me dirigía decidida para hablar con un alumno al que le habían llamado la atención por su mala conducta en clase. Ciertamente, mi intención era conseguir que se diera cuenta de lo mal que lo había hecho y que pidiera perdón. Pero la conversación fue más allá. Él se abrií conmigo y se atrevió a decirme que estaba muy agusto en el colegio, salvo por un detalle: "No soy creyente y no me gusta tener que rezar cada mañana. Sé que lo tengo que respetar, pero no me gusta y estoy incómodo". Yo asentí, con la cabeza y reforcé su actitud de respeto. De hecho, yo era testigo de verle musitar el Padre Nuestro entre los labios. Y me atreví a decirle: "Usted puede aprovechar esos ratos de oración para dirigirse a Dios desde su incredulidad. Usted puede decirle: Si de verdad existes y estás ahí, ayudame a ver". Por un momento, yo misma me conmoví de mis palabras pero la mirada de aquel alumno me hizo dudar rapidamente de mi misma. "¿Sé cree que no lo hago ya? Es lo que Le pido siempre." Por un momento ví en sus ojos una sed de Verdad que me conmovió profundamente.
La hora de marcharse había llegado y solo le pude decir: "Continue pidiéndoselo y al final Te hará ver". Pero me hubiera encantado quedarme allí con él explicandole que era profundamente amado por Dios desde la eternidad.