El gestor público y la tragedia de los comunes
La crisis que comenzó hace una década y aún pervive y deja secuelas y cicatrices, la percepción aventada de corruptelas en la gestión (nada nuevo pero más intolerable en periodo de vacas flacas), la asimilación de los políticos con una casta de seres distantes y privilegiados, la irrupción vitaminada del discurso populista, la ausencia de estabilidad política, la burda simplificación del análisis en el zulo de un tweet,...
Estos y otros tantos que podíamos añadir son algunos de los elementos que han provocado que el actual gestor público se comporte de un modo bien distinto a como lo hacía hace poco más de una década.
Plazos de análisis internos tras la toma de posesión que se dilatan interminablemente, presupuestos que no se ejecutan, no se inician, o si lo hacen, es en menor medida, cientos de proyectos de transformación que duermen insepultos, fondos de cofinanciación que sestean durante años para terminar pudriéndose o se ejecutan con capacidades locales claramente insuficientes y sobre todo, bien lo conozco, unos servicios públicos sustentados en la tecnología que se alejan cada día un poco más de la eficiencia de los servicios privados hasta el punto de resultar delirantes para el ciudadano medio, especialmente si es joven, o al menos se siente así, y está acostumbrado a relaciones tecnológicas mucho más eficaces y simples.
Pero, ¿qué ha provocado todo lo anterior? Y aún más importante, ¿es reconducible?
Empecemos haciendo un poco de criterio. En teoría de juegos, el cooperativo es aquel en el cual dos o más jugadores no compiten, sino que colaboran para conseguir un objetivo que consideran común y por tanto, si ganan o pierden, lo hacen de manera conjunta. En sentido contrario, un juego no cooperativo es aquel en el que se toman decisiones de modo estrictamente individual, buscando tan solo el beneficio personal, lo que no impide que en algunos casos esa misma toma de decisiones pueda favorecerlos a todos, como lo que busca el juego cooperativo. Pero si sucede, es por pura casualidad.
Sigamos: el equilibrio de Nash o el de Cournot o el de ambos, que también se le conoce así, es un tipo de solución para juegos en el que se parten de dos premisas: cada jugador dispone, o cree hacerlo, de toda la información y ha adoptado por tanto la que considera su mejor estrategia y todos conocen las que toman los otros. Dicho de otra forma, un equilibrio de Nash es una situación en la cual todos los jugadores toman las decisiones que maximizan sus ganancias dadas las estrategias de los otros y ninguno, esto es clave, tiene incentivos para modificar individualmente su estrategia.
Es importante tener presente que un equilibrio de Nash no implica que se logre el mejor resultado conjunto, sino tan sólo el mejor para cada uno de ellos. Considerados individualmente. Y es perfectamente posible, aquí está la paradoja, que el resultado fuera mejor para todos si los jugadores coordinaran su acción. No tenemos más que observar nuestra política patria para tomar ejemplos evidentes de la absoluta realidad de estos postulados teóricos.
Y vamos con el último apunte: la tragedia de los comunes es una generalización del conocido dilema del prisionero en el que tenemos a un número elevado de jugadores (o usuarios) que usan un bien común. Aunque cada uno de ellos pueda participar en el cuidado de ese bien (lo que acarrea lógicamente costes para el que lo haga), todos tienen derecho a usarlo, lo cuiden o no.
De este modo cada jugador tiene dos estrategias: la egoísta o la solidaria. Claramente la estrategia egoísta hace mejorar su balance individual. Al menos en un primer análisis. De este modo, el juego sólo tiene un equilibrio de Nash en estrategias puras y es... que todos elijan la estrategia egoísta a pesar de que el beneficio para cada jugador termina siendo mucho menor que si hubieran elegido ser solidarios.
Este juego es la tragedia que subyace en el uso de los servicios públicos y ya nos acercamos un poco a nuestros sufridos gestores. Habitualmente los diferentes gobiernos recurren a medidas para intentar alcanzar equilibrios solidarios. De común por la vía de la imposición o la sanción.
Imaginemos ahora con todo lo aprendido a nuestro gestor público, tomando posesión de su flamante despacho, generalmente cuatro o cinco veces mayor que su equivalente privado, mirando como un prócer hacia el futuro y a los años (eso cree al menos) que dispone para tratar de cambiar algo, de mejorar las cosas.
Creo firmemente (y he conocido a muchos) que la gran mayoría de los que llegan a cargos de gestión son bienintencionados y si no han tocado pelo antes, hasta vienen con la ilusión bisoña de transformar realmente, de cumplir con lo que han pregonado. Aún se sienten básicamente ciudadanos y no tienen que hacer nada extraordinario para empatizar con el vecino que les felicita por su nombramiento en el rellano. Conocen o les han hablado de las bondades de la tecnología. De cuanto podrían cambiar las cosas, el british “make it count” está todavía recién horneado.
Pero ¡ay!, empieza a emerger la temible estructura, el establishment, las cohortes de “las cosas siempre se ha hecho así”, los liberados, el increíble erial de información de gestión, de analíticas de costes, los poderes arcanos que se esconden tras de una RPT, los cambios organizativos que no se acompañan de presupuesto, la oposición que pregunta en pleno parlamentario por ese contrato en el que ha resultado adjudicataria una empresa que “no es de aquí”, los periodistas que indagan en las relaciones, en las amistades, en las contradicciones, supuestas o no, que todos tenemos de ambas. Y comienzan a sentir un peso enorme que deviene en sordo y pertinaz malestar.
Pero, como en una mala película, cuando todo comienza a parecer intolerable, aparece un resquicio, una mínima fisura que sabe a tabla de salvación, a dulce derrorta. Comienza a entender felizmente que, a diferencia de lo que sucede en el mundo privado, la inacción en la gestión sorprendentemente no produce consecuencias, que en la parálisis o, al menos, en el trantrán, la bancada contraria sonríe más, las reuniones con los sindicatos son más distendidas, las entrevista con los periodistas más relajadas y hasta el día parece más soleado en ese viaje hacia el simposio de ciudades inteligente en Paris. Y aún mejor, que modificando un poco el cuento, apropiándose del relato que diría un cursi, se puede incluso reducir algo la deuda de la Corporación y todos tan contentos. Y una nueva oportunidad de modernizar, de hacer de nuestra Administración tractor y elemento multiplicador, se pierde o, siendo optimistas, solo se usa en un porcentaje pequeño.
La decisión de la solidaridad en este particular juego no cooperativo, en su tragedia de los comunes, también hay que fomentarla (y pagarla, por cierto). Mientras nuestros gestores no tengan planes de acción transparentes y revisables, obligaciones y compromisos mensurables, capacidades ejecutivas más amplias y sueldos todo lo elevados que deban ser para conseguir todo lo anterior y conseguir atraer a la gestión pública realmente a los mejores, avanzaremos poco o lo haremos mal.
Exigencia y recompensa en equilibrio es la única solución que se me alcanza.
No me canso de leer tus comentarios Fernando y son tan brutalmente positivos para la sociedad que si sólo un 60 % de los políticos siguiesen guiones tan explícitos y claros como este, sin duda nos iría infinitamente mejor.. El problema es que no veo a ningún político escribiendo un artículo tan especial.. Y por supuesto aplicando las soluciones que aplicas tan coherentes pero no aptas para todos los públicos.. Estos estudios me recuerdan a los inicios de educación de países como Finlandia.. Pero sé que no seré yo quien vea cambios significativos en mi querido país. Grandísimo post Fernando, ruego leerlo y releerlo para los que como yo somos lentos de asimilación..