El gran Cayambe y mi soroche

El gran Cayambe y mi soroche


Indudablemente el logro más grande, incluso sobre los profesionales. Para llegar a conquistar esta gran montaña hay que crear un tipo de disciplina interior en cuanto a preparación mental y física. Los días de los Ilinizas pasaron y el entrenamiento  fue todo un éxito, el ejercicio equilibraría lo mental y lo físico, por su parte, la confianza se desbordaba por pensar en dar un siguiente paso, esta vez de 5790 mts.

La rutina fue casi la misma que  en la escalada al Iliniza norte: salir de Quito temprano, directamente al refugio que esta vez estaba ubicado a aproximadamente 80 km de la capital, las carreteras como en la anterior aventura eran increíbles, el día nos recibía con un clima nublado pero con pronóstico seco, luego a un par de decenas de kilómetros haríamos una pequeña parada para saludar a unos pupilos de Rafael que vale la pena mencionar en esta historia. Estas personas unos meses atrás no tenían ningún hábito deportivo, muchos no tenían un estilo de vida saludable y sus trabajos de oficina no son muy diferentes a los que conozco. Alrededor de 8 horas sentados frente a un computador, luego en reuniones, una que otra pausa activa, de nuevo a casa, y finalmente vivir para otro día laboral. Según me contaba Rafael, ellos habían decidido cambiar sus rutinas y aventurarse, sus objetivos eran simplemente vivir y conocer los lugares que sus estilos de vida difícilmente los hubieran podido llevar.

El entrenamiento de estas personas y sus espíritus eran notorios, parecían estar iluminados. Al fondo de aquel lugar de reunión se podía ver como el Cayambe nos daba la bienvenida mostrando un poco de viento blanco en su cima y con un cielo totalmente despejado, era como si la montaña hubiera espantado las nubes que la tapaban minutos antes, una vez más para mostrarse imponente y doblegando un poco mi mente, pero avivándola para imaginarme que estaría allí al día siguiente.

Cuando continuamos nuestro recorrido, pude evidenciar como los paisajes cambiaban, pasábamos del verde característico del campo al color ocre del páramo, rocas igual de grandes a un camión a lado y lado de antiguas erupciones y un ascenso en carretera de ensueño. En este caso ya no iríamos a un hostal si no a un refugio, al bajar de la camioneta y abrir la puerta noté el cambio de clima tan repentino, así mismo la respiración empezaba a jugar una mala pasada, más aún porque pretendía caminar rápido hacia la cabaña y hacerlo todo al ritmo que habitualmente tengo para desenvolverme como ser viviente. Mi hermano al verme lo primero que me dijo fue “tómelo con calma, aquí debe caminar despacio y con tranquilidad para que se vaya habituando”, efectivamente esa era la solución, dicha escena de serenidad era como si fuera un astronauta en la Luna.

Los refugios son lugares públicos dónde los turistas y deportistas, previamente registrados y acompañados por sus guías, pueden quedarse para escalar. La estructura es muy amigable, por fuera se ve como una gran casa de madera y concreto, con una chimenea y algunos aparcamientos. Dentro del refugio se encuentra la cocina con su cafetería, hay habitaciones con literas para quienes se quedarán hasta el día siguiente o incluso semanas siguiendo con su fase de aclimatación. No hay cobijas por cierto, solo colchones, también hay unos baños muy bien equipados y aseados, pero sin lugar a dudas, lo mejor de este refugio fue poder ver por unas cuantas horas al Antisana y al Chimborazo en el horizonte que se despejó por unos cuantos minutos para tomar unas buenas postales.

Luego de la aclimatación, llegó a mí nuestra agenda del día, la cual fue la siguiente: Para trepar una montaña como el Cayambe, con la gran diferencia de tener un glaciar encima, (por eso se le llama “Volcán Nevado”) es que se debe escalar toda la noche y la madrugada por seguridad, garantizando que las bajas temperaturas y la ausencia del sol, no derritan las capas de hielo y nieve. Fue así como empezaríamos descansando todo lo que pudiéramos en las literas haciendo uso de nuestro sleeping bag para tratar de dormir en horas del día, obviamente esto fue muy difícil para mí por varios factores:

Primero, la hora del día en que se debía tomar una siesta que era de 12:00 m. a 2:00 p.m., luego de 4:00 p.m a 9:00 p.m. Segundo, el glaciar era tan brillante, que su luz se colaba por las ventanas del refugio como si el sol estuviera brillando en todo su esplendor, y por último jugó un papel muy importante la ansiedad de escalar, mi mente se encontraba procesando información a velocidades que sencillamente no dejaban ponerla en blanco. Previamente al descanso tuve unas clases sobre cómo usar los crampones, lo cual tiene varías técnicas y pasos para usarlos, por ejemplo, debía memorizar como se adaptaban estos artefactos a las botas, luego vinieron los ejercicios para caminar, efectivamente debía hacerlo como un astronauta; el pie debe pisar completamente el suelo y no se camina como siempre se suele hacer. Las botas son muy duras para quienes como yo no practicamos escalada, así que parece que literalmente se caminara con dos ladrillos amarrados a los pies, algo que también es una regla de oro, es el hecho de que en dicho glaciar, las personas están conectadas a una cuerda que lleva el líder guía a su arnés, todos deben prácticamente dar los mismos pasos que esta persona da, también es importante la orientación espacial; ubicándose en el sentido contrario a la ubicación de la cuerda cuando se está caminando, por ejemplo: sí giraba a la derecha, la cuerda debería estar mejor al costado izquierdo, pero lo más importante era no pisarla y llevarla ni muy tensada ni muy floja ¿Por qué? Pues básicamente este objeto es lo que asegura a todos los escaladores y debe estar en óptimas condiciones y además con la longitud necesaria para tomar una acción rápida.

Debo confesar que solo pude dormir unas cuantas horas iniciada la noche, recuerdo que hubo momentos en que no sabía si estaba despierto o dormido, era un poco confuso el asunto, solo esperaba que llegara rápido la hora para lo poco que faltaba por alistar del equipo y ponerme toda la indumentaria. Aproximadamente a las 9:00 p.m. Rafael nos despertaría para empezar a prepararnos para el ascenso, también debíamos comer e ir bien preparados en ese sentido. Instantáneamente desaparecieron todos los signos de sueño que pudiera tener, lo que no sabía es que esto tal vez me pasaría factura más tarde, no obstante yo irradiaba mucha energía y ansiedad por subir, obviamente teniendo en cuenta todas las instrucciones que a lo largo de los días aprendí, pero con la mente puesta en el espectacular paisaje que estaba seguro vería aun siendo de noche… las imágenes mentales se quedarían cortas.

“Prender linternas” fue la primera instrucción que escuché apenas salimos del refugio. La noche era totalmente espesa en el horizonte, tan solo se dibujaba la montaña, sus detalles se perdían por la falta de luz. En contraste, a mi costado izquierdo se veía un cielo naranja con muchos destellos, era Quito y una tormenta que parecía estar un poco más lejos de la ciudad. Los rayos iluminaban el cielo en el horizonte, eran tan diminutos pero tan fuertes que incluso su sonido alcanzaba a irrumpir con el silencioso Cayambe que parecía estar dormido, arriba de él no pasaba nada, solo había eso: Nada.  Los primeros pasos fueron fuertes, enfrentaba una montaña desde el comienzo muy rocosa, las botas se sentían cómodas para caminar por allí, realmente en esas primeras horas de recorrido nocturno cumplieron su trabajo (no sabía lo que pasaría con ellas después). Mientras seguíamos subiendo el silencio cada vez se hacía más denso, solo se escucharían nuestros pasos y el ruido del equipo junto con los bastones que se clavaban entre las rocas volcánicas. Las linternas eran nuestra única visión, sentía como si fuera un cíclope que buscaba como llegar a su destino. Por más que intentaba alumbrar hacia la montaña que por su gran silueta parecía estar cerca, la luz tan solo me revelaba que la distancia era muy grande por cómo se desvanecía la luz en la espesura de la noche.

Algunas personas también se habrían quedado en el refugio para subir el Cayambe, sabía que ellos saldrían mucho después que nosotros, de hecho entre la ausencia profunda de luz en la montaña, era muy curioso ver hacia abajo esas pequeñas linternas que se movían hacia nosotros. También se podían escuchar algunas voces, aunque estas se mimetizaban con algunos sonidos que hacían las ráfagas de viento que de vez en cuando pasaban, eran esos típicos lamentos que se colaban entre las rocas y demás orificios de la montaña, siendo estos sonidos una señal de lo que me esperaría más adelante. Después de una hora de ascenso algo brillaba en el suelo, parecía como si caminara sobre un cielo estrellado, o como si me hubiera encogido hasta llegar al tamaño de un Basiliscus, caminaba sobre agua, agua muy congelada y dura como las rocas e iluminada por el cielo estrellado. Finalmente habíamos llegado al glaciar del Cayambe.

Nuestra primera parada fue obligada para proveernos de un poco de té caliente, pero aún más importante, debíamos equiparnos con los crampones para poder caminar sobre el glaciar, los pies se sentían como garras, parecía un gato aferrado con sus uñas al hielo. El rigor de la montaña empezaría a sentirse y también la puesta a prueba de la teoría vs la práctica, llevando mis pies directamente a un suceso real y palpable como el hielo. Mientras caminábamos no podía dejar de mirar el glaciar, las linternas hacían lo suyo y lo iluminaban más de la cuenta, era como si el cielo hubiera dejado caer varias estrellas y estas quedaran congeladas entre el espeso hielo, los sonidos de los crampones rayando el cristal, indicaban como rompíamos un poco el piso congelado. Cayambe ya sabía que estábamos sobre él y que no nos rendiríamos hasta llegar a su cumbre. Creía estar caminando por horas que en realidad eran tan solo minutos, las piernas por fin sentirían la razón de tanto entrenamiento, a su vez mi concentración era tan fuerte que no perdía de vista los pasos que daba Rafael delante de mí, mientras mi hermano detrás mío cerraba nuestro grupo. El silencio se vería interrumpido por nuestras pisadas, mi mente parecía estar en blanco como la misma montaña.

Poco a poco mientras los metros disminuían y el glaciar parecía no tener fin, creía que mi mente me estaba jugando una mala pasada, escuchaba sonidos parecidos a rocas cayendo, pero más fuertes, no quise preguntar hasta que otro sonido aún más escalofriante , como si rompieran huesos gigantes debajo de nosotros, se hacía presente. Mi hermano preguntó “¿Ese es el hielo rompiéndose debajo de nosotros?” a lo que Rafael respondería “Así es, pero es hielo que está 15 mts., por debajo del glaciar, por favor pisen por dónde voy yo, aquí pueden haber grietas, ¡atentos!”. Otra de tantas señales que tan solo me advertían de lo diminuto que se vuelve el mundo en el que vivía, la majestuosidad de los fenómenos que sucedían debajo de nuestros pies, eran equiparables a lo que teníamos encima de nuestras cabezas y que por primera vez pude observar sin necesidad de un telescopio, así es, la Vía Láctea se asomaba detrás de uno de los picos del Cayambe y la densa nieve empezaría a tomar protagonismo.

A ciencia cierta, a esa altura del recorrido no sabía qué hora era, la nieve empezaba a pasar factura a mis piernas, lo que Rafael dijo hora antes resultaría ser cierto palabra por palabra, si no seguía sus pasos, literalmente la tierra me tragaría, o mejor, la nieve me hundiría sin remedio. El cansancio físico afecta a la mente, nunca hay que olvidar que debemos tener el control sobre el cuerpo, incluso la mente podría ser aquella nave que mueva nuestras voluntad y nuestros más profundos sueños, lo demás son artefactos naturales que sirven como vehículo. A lo lejos divisaba la cumbre, o bueno creía que esa era, pero la montaña también goza de buen humor, fue así como lo evidencié llegando a lo que pensé era nuestro destino, un destino inventado por el cansancio, uno que simplemente sería otro viejo chiste alpinista, detrás de aquella cumbre la montaña parecía levantarse en un trono para decir, aun debes esforzarte para conquistarme.

El extenuante esfuerzo de sacar los pies de la nieve que me enterraba era muy intenso, valoraba cada vez que Rafael decidía que paráramos a descansar un poco y comer algo. El clima empezaba a cambiar, la noche estrellada se iba tapando, el viento era más fuerte por cada metro que subíamos, trayéndonos consigo una nevada que parecía otra prueba más del gran Cayambe. Creo que la montaña quería mostrarme que realmente mi entrenamiento había valido la pena, por eso no la tendría tan fácil. Poco a poco la noche empezaba a volverse azul, las linternas aun servían, pero no porque el amanecer sucediera, sino por la espesa nieve que no dejaría ver fácilmente el camino a recorrer. Rafael esta vez nos decía que estábamos llegando, le creí porque no creo que en ese momento quisiera bromear, pero lo que no nos dijo, fue que para llegar a la cumbre, debíamos escalar una pared de más de 15 metros de alto. Aquella pared desvaneció un poco la nevada, el Cayambe parecía gozar mostrándonos cada reto que se avecinaba por cada metro ganado, incluso mi hermano habría manifestado su cansancio al empezar a escalar dicha pared. Rafael me animaba mientras sentía que la montaña me ganaba, los gritos de Rafael me ayudaban para no perder el enfoque, ya casi lo lograríamos, lo único que me faltaba era dar unas fuertes patadas a aquella pared de nieve y usar mi piolet para subir. Hubo un momento en que casi caigo, creí que las fuerzas ya no me acompañaban, sentí como el cuerpo ya no me servía más y quería volar, fueron unos segundos eternos que se desvanecieron con los regaños acompañados de voces de aliento, ayudó bastante tener la fortaleza de mis compañeros junto a mí  para no dar ningún paso por vencido.

La pared terminaría y se asomarían unas grandes formaciones de hielo, gigantes dormidos, como si la montaña nos mostrara sus últimos guardianes, se sentía como si estuviera en otro planeta, uno inhóspito, fue una verdadera conquista y amor a primera vista. Seguidamente encontraríamos un puente de hielo que debíamos cruzar con mucho cuidado para finalizar con otro ascenso que no tendría un desnivel tan pronunciando como la anterior pared. ¡Por fin cumbre! Fue lo primero que pensaría, el Cayambe se dejaría conquistar finalmente, pero nos recibiría con una temperatura de -12 ° C y una nevada que incluso congelaría instantáneamente mi barba y mis cejas. La escena parecía sacada de una película, teníamos un filo por delante para lograr la cumbre definitiva e izar la bandera de Ritacuba (la marca de mi hermano) pero las condiciones extremas nos sacarían de allí, disfrutando de la cumbre conseguida por tan solo unos 10 minutos.

Una vez supe que lograría la cumbre, mis fuerzas literalmente se desvanecieron. No pensé que mi cuerpo estuviera pensando en rendirse, mis pies no querían caminar más, pero debía hacerlo o podía congelarme y poner en riesgo mi vida. Cualquiera pensaría que el ascenso es lo más difícil en la escalada, para mí lo fue más el descenso. El mal de altura o soroche estaría cobrándome factura y mi cuerpo realmente lo sentía, las fuerzas que acompañaban a mi mente estaban hechas un remolino de confusiones. Recuerdo decirles a Rafael y a mi hermano “Déjenme aquí un rato” mientras estaba comiendo algo para seguir con el descenso o “¿No vendrá un helicóptero por nosotros?”.  Entre chanza pero a la vez seriedad, esperaba que pudiera convertirse en una realidad aquel deseo ingenuo. Ahora que lo pienso, Rafael debió darse cuenta por esos comentarios que ya el soroche se estaba apoderando de mí, efectivamente así lo fue.

Volviendo a descender por la misma pared que casi me derrota subiendo, mis piernas no responderían como esperaba, las duras botas debía utilizarlas para dar patadas y crear unos pequeños peldaños para bajar, recordé de nuevo que debía tener fuerza y sincronía con mi cuerpo. Así fue como empezaría a domar el descenso para continuar con la travesía que aún no terminaba, esta vez mi hermano parecía estar muy feliz por descender, si él hubiera podido correr seguro lo habría hecho, pero yo no. Mis energías estaban en un porcentaje muy bajo para seguirle el paso a él y a Rafael que en este caso, estaría cuidándome las espaldas en ese descenso tan peligroso, de hecho hubo un momento que resbalé y pensé que rodaría cuesta abajo. Rafael me tendría con la cuerda y con su experiencia me daría  instrucciones precisas en medio de gritos para que no perdiera la concentración, la importancia de tener un buen guía fue determinante. En definitiva, este fue un momento realmente extremo y decisivo para mí.

La cima de la montaña y sus paredes me darían su adiós con una inclemente nevada. Más adelante después de haber sorteado todos esos fuertes obstáculos, Rafael volvería a tomar el liderato, indicándonos que debíamos apurar el paso para no perder el rastro del camino trazado, lo cual para mí no fue una opción, era simplemente lo que debía hacer, fue con esa simple acción de caminar que nunca había sufrido tanto en mi vida. Trataba de enviar ordenes desde mi cerebro a mis piernas, pensaba en el próximo paso que daría, proyectaba mis próximos metros pero en el momento de dar aquel paso, mi pie derecho automáticamente se doblaba, aun no encuentro una explicación lógica (aparte del soroche) pero fue algo que podría doblegar hasta al más fuerte, el saber que ya no tendría un control completo sobre su cuerpo por más que lo quisiera, es una sensación que no se la deseo a nadie.

Los pasos seguían doblándose uno tras otro, Rafael paró por mi varías veces, notó que estaba desesperado y me calmó un poco con la tranquilidad que expresaba al hablar, creo que paramos más de 10 veces, algo que no es usual más en un descenso. Mi hermano no diría palabra alguna, aunque si me preguntó en algún momento como me sentía y me decía que ya íbamos a llegar. El glaciar en el día parecía un desierto sin fin, pero la tranquilidad poco a poco regresaba cuando sentía que el desnivel disminuía metro a metro y mi cuerpo iba recobrando el oxígeno que perdería por el esfuerzo en el ascenso. También regresaría el humor y los ánimos de tomar algunas postales del glaciar diurno y esos grandes témpanos de hielo que con el día se podían divisar mientras nos acercábamos al refugio. El páramo se mostraría con sus grandes rocas, pero antes de pisarlo y quitarnos los crampones, yo sería bautizado como lo hacen los montañistas. Mi hermano tomaría un gran manojo de nieve y lo estrellaría en mi cabeza,  haciéndome oficialmente un escalador, no sin antes felicitarme porque en mi primera excursión a escalar, fui capaz de desafiar una montaña de casi 6000 mts, Rafael por su lado también me diría lo mismo y que no mucha gente  está tan demente como yo. Los últimos metros fueron el mejor trofeo que pudiera desear, ver el refugio al fondo y saber que pronto me quitaría las botas que me torturaban era lo que más deseaba, pero sobretodo, saber que logré alcanzar dos grandes metas en tan solo una semana, para mí fue la mayor recompensa que forjó sin lugar a dudas, otro ser humano que antes no existía.

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