El incendio

Siento mucho no poder sino entretener con este tema con el que ciertos escritores de filosofía lacrimosa hubieran escrito luengas páginas. Algunas minucias se han tragado el tiempo.

El maestro dijo una verdad: nada está tan encubierto que no se haya de descubrir; ni tan oculto que no se haya de saber. Es verdad que para elaborar esta relación corta he puesto en juego algo oculto que después llegué a saber, con la modesta pimienta de mi condición imaginativa.

La ciudadanía cristiana ignoraba, hasta hace poco de los causales por los que un ilustre prelado había abandonado intempestivamente su rebaño loxense; y, además, desconocía pormenores acerca del incendio ocurrido en la iglesia de San Sebastián de Loja, en una noche aciaga de septiembre de 1954, mientras la imagen portentosa de María del Cisne daba cumplimiento a su itinerario de visitas a las iglesias de la ciudad, antes de retirarse a su habitual santuario en El Cisne.

Entre estruendos de camaretas y volar de campanas habría de llegar la venerada imagen a la iglesia de San Sebastián. Entro, como acostumbradamente lo hace, en su urna de plata, sin apartar sus bondadosos ojos de sus hijos, qué se agitaban al impulso de una fuerza invisible que es la fe. Unos, como llorando, con sollozos ahogados y otros alegres, como todos los que dan una bienvenida. Haciendo su anual visita a la feligresía, estaba; su trono rodeado de exvotos de plata, oro y de cintas de colorines; relumbrando en el altar mayor, del que partían rayos de luz de diversos colores. Haciendo estaba la visita la portentosa imagen del Santuario del Cisne. Inundado de claridad y de caridad estaba el sagrado recinto.

Dicen los devotos que, concluida la liturgia, la feligresía que había llenado, de pared en pared, las 3 naves de la iglesia, empezó a abandonarla, envueltos en nubes de incienso a su lado y en religiosos entonar es de avemarías. Escasos sirios quedaron encendidos, única compañía de la milagrosa Virgen. El humo de los cirios laboraba unos fantasmas blancos y negros que se movían en todos los lugares no iluminados. El crucificado hacía más palpables las sombras.

Durmiendo, con sus sombras y esperanzas a cuestas, estaban todos los parroquianos. Era la medianoche. De los amplios ventanales de la iglesia salió humo negro, humo delator de un incendio en su interior.

No olían los incensarios, no era perfumado al ambiente. Un rojo sangre iluminaba las naves.

San Vicente, el patrono de los borrachos, envió a uno de ellos. Entre alucinaciones dio la voz de alarma. Nadie creyó al borracho porque sus exclamaciones solicitando auxilio intercalado la terminología sucia y descreída que acostumbraba: “Se quema la virgen madre del cisne”, “salgan, hijos de puta”. Se queman todos los santos, se le va a quemar el pájaro a san vicentico. Dicen que el alma de Cristo Paredes subió al campanario y tocó arrebato; el alma del tradicional y diminuto maestro de capilla de la iglesia parroquial clamó, por intermedio de las campanas para que vengan en auxilio a los parroquianos. El borracho seguía gritando y atormentando al barrio, como otras noches, con palabras agresivas y denigrantes para el prestigio de las madres de los pacíficos ciudadanos de la urbe; las mismas campanas que gritaron hace 200 años atrás, que soñaron en las noches para llamar a los creyentes y en la madrugada dar la voz de alerta a los malvados e invitar al cementerio.

La angustia fue ilimitada. Entre lamentos se aprestaban al salvamento. El pensar general atribuyó el incendio a un cortocircuito. Encontraron a la sagrada imagen con el adorable rostro desfigurado completamente, como también una parte de su cuerpo sacrosanto. La consternación fue general. Las responsabilidades chorreaban como lágrimas de cera. Inmediatamente fue portada María del Cisne a su catedral, para no volver más a San Sebastián.

Lo más grande del arte escultural quiteño, Diego de Olmos, casi se destruye totalmente. Vinieron los electos de artistas a curar la faz bendita y milagrosa. Ni esta oportuna asistencia pudo contrarrestar a la injusta pugna contra el prelado, a quien acusaron de descuido y de otras cosas que no se dicen por temor a las santas iras. La habladuría dio fin con el abandono del ilustre prelado a la ciudadanía loxense.

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