El león del Tlalocan
“Siempre permanecerá el nombre de la Ciudad de México por toda la eternidad”
Cantares mexicanos
Durante toda mi vida he caminado por la calle de Madero del centro histórico; podría decir, como López Velarde, que no hay una de sus veinticuatro horas que no conozcan mis pasos.
Y no existe tampoco una ocasión en la que, al pasar por ahí, no me haya inquietado la representación de un león desgastado por el tiempo. Ese que se halla en la esquina de Madero y Motolinía a más de dos metros de altura que, según una leyenda narrada por Salvador Novo, fue empotrado en recuerdo del nivel que alcanzaron las aguas el día que se desató la tromba de San Mateo; la peor tragedia acuífera en la historia de la ciudad.
Y como todo en esta vida se trata de casualidades, un día me agarró un diluvio en pleno centro histórico mientras caminaba por este corredor, así que me detuve al lado del deforme felino sonriente, abrí mi sombrilla y decidí a esperar a que parara la lluvia mientras intentaba que un taxi se apiadara de mi para rescatarme del aguacero.
Pero como no lograba parar uno y quería justificar mi existencia a un costado de semejante monumento mientras esperaba un auto de esos que se rentan a través de aplicaciones móviles, me puse a buscar en mi teléfono la historia del león, por lo que encontré una noticia borrosa; a consecuencia de una inundación, la Ciudad de México fue abandonada y quedó sumergida bajo el agua durante cinco años. El dato me pareció tan raro y poco conocido, que me resultó imposible que fuera cierto, hasta cierto punto me parecía inimaginable. Sin embargo, en esta metrópoli existen marcas que recuerdan los días que la memoria ha perdido.
En algunos actos de rebeldía, la capital mexicana les recuerda a sus inquilinos que se niega a perder su memoria lacustre. Cuenta de ello, lo dan las líneas del metro en días de lluvias con inundaciones y cascadas internas improvistas o el aquel fatídico septiembre de 1629, cuando el fuerte diluvio que le dio su razón de existir a la cabeza de león provocó un increíble éxodo citadino pues de las 20,000 familias de españoles que la habitaban en esos momentos solo permanecieron 400 al finalizar el acontecimiento pero, en nuestros días, como ya no estamos para migraciones, los chilangos que utilizan el metro dan cuenta del ingenio mexicano para sortear los encharcamientos, así como el niño que a finales de agosto pasado, aprovechó una inundación en hora pico registradas en este transporte subterráneo para cobrar unos pesos a cambio de evitar que sus clientes se mojaran utilizando las barras de plástico color naranja que se usan para la señalización de cierres al paso peatonal como lanchas para que los usuarios atravesaran los pasillos “De a 10 varos, carnal eh", gritaba, mientras las personas esperaban en la orilla de la línea A en Pantitlán y como el negocio prosperaba al finalizar la noche terminó cobrando 20.
¿Quién diría que situaciones como estas no promueven el emprendimiento?
La lluvia seguía y el auto no llegaba, ya me marcaba una tarifa más cara para moverme a otro punto de la ciudad que no estaba tan lejos, pero en mi teléfono me aparecía que estaba detenido por Reforma, así que decidí cancelarlo, ya me había cobrado el viaje pero no importaba, me despedí de mi amigo (el león deforme) y me apuré rumbo al metro; ese mundo alterno que me hace sentir más abrigada y protegida que cualquier sistema de transporte en la ciudad.
Entre las calles, comenzaron a surgir de forma espontánea esos vendedores de capas de plástico de colores para que la gente que no trae un paraguas se proteja de la lluvia. Mi papá dice que ya nos los hacen como antes -si vas a comprar una que sea de color azul cielo- me dijo un día- son las más gruesas, porque las grises parecen bolsas de súper, ni sirven- me sentí afortunada por traer una sombrilla y no contribuir al daño del medio ambiente aunque me vi tentada en comprar una para proteger mi mochila.
Y así, brincando entre charcos, vi a la gente apiñarse alrededor suyo para tratar de conseguir algo con que taparse el agua, incluso las botargas; las que de seguro ya tenían un lago por dentro con semejante aluvión.
Pero el mercado de las lluvias no es exclusivo de los vendedores informales, también salieron al quite los comerciantes chinos que comenzaron a ofertar, desde sus locales en los que todo es barato y de calidad dudosa, impermeables con estampados de gatitos y dragones e incluso paraguas de 40 pesos. Mi papá también me había advertido de ellos y sus productos, me recomendó no comprarles porque dice que a las tres usadas lo que venden se rompe o ya no sirve
-es mejor tirar 10 que 50 pesos- me dijo- no les compres porque ni te entienden o te ven feo.
Es curioso que todos los cantantes, vendedores o artistas que se encuentran entre las calles se movilizan más rápido cuando comienza a llover que cuando ven a un policía, hasta le echan más ganas al correr para no ser presas de la lluvia ácida.
Seguí presurosa sobre la calle de 16 de septiembre, chocando con otros peatones mojados, entorpecidos por el agua, que al igual que yo buscaban frenéticamente llegar a un punto donde refugiarse mientras yo imaginaba la ciudad virreinal, esa cuando esta calle era una acequia real, y, si aún lo fuera, el agua correría hacia el fondo y seguro encontraría su cauce, pero ahora está cubierta de piedras y adoquín.
Siempre he admirado la entereza con la que los vigilantes de las tiendas de ropa se quedan afuera de las puertas de los comercios en los que laboran para impedir el paso de la gente que solo se mete a esperar a que deje de llover, parece que tienen más disciplina que la guardia que custodia el Palacio de Buckingham, esa que utiliza un sombrero alto revestido de piel de oso en sus uniformes. Aunque he de mencionar, que en el Sanborns de los azulejos sucede lo contrario, ahí los porteros se convierten en tus amigos y te sonríen cuando te abren la puerta.
Después de 15 minutos de correr y trotar entre las calles del centro, con treinta centímetros de humedad en mis pantalones y con los dedos de mis pies nadando en el interior de mis tenis, pude llegar a la entrada del metro Allende donde toda le gente, al igual que yo, inhalaba con alivio el viciado aire del subterráneo por estar en un lugar seco mientras se preparaba para enfrentar a las personas de los andenes, a los saturados trenes y a la mezcla de olores de humano y perro mojado.
Y mientras esperaba a que llegara un convoy medio vacío seguí leyendo el artículo que explicaba que años después de la inundación, esa que le dio un motivo de existir a mi amigo felino, una cédula real le ordenó al virrey “mudar la ciudad a sitio mejor y más cercano” algo así como Tacuba, Tacubaya, Coyoacán o San Agustín de las Cuevas. El cabildo discutió la idea y concluyó que era imposible abandonarla, pues en ella se habían invertido más de cincuenta millones de pesos, había veintidós conventos y templos, ocho hospitales, seis colegios, una catedral, dos parroquias, varias casas reales, un arzobispado, una universidad, un santo oficio, varias cárceles y otras obras públicas.
De ese modo, fuimos atados para siempre al destino de la incertidumbre en la Ciudad de México. De esa forma se nos unía a un futuro de inundaciones cíclicas, hundimientos continuos y desastres interminables. De esa forma se nos encadenaba, también, al valle donde dormía, se reconstruía y sobrevivía, en palabras de Salvador Novo, la grandeza de México.