El sesgo de la “tarántula” y el propósito de vida
Hace un tiempo, durante una sesión de coaching con una mujer profesional con muchos años de enriquecedora experiencia laboral y un visible éxito en el escenario empresarial local, divorciada, con una hija joven; salió a relucir un evento que, a los ojos de esta persona, representaba un momento muy duro y traumático.
Su hija, quién para aquel entonces ya estaba viviendo su etapa universitaria, había decidido marcharse de casa, con una concepción bastante natural de lo que esto podía significar para su vida, en la incesante búsqueda de sus propios y particulares objetivos y sueños.
A pesar de que, para la chica esta decisión representaba el inicio de una importante etapa de mayor madurez y responsabilidad frente a sus propias acciones; esta separación fue definitivamente un golpe muy duro para mi coachee Sara, quién para ese entonces, aún tenía en su mente la idea de que su hija era una persona subordinada a ella y, por alguna razón, aún la percibía como a una adolescente inmadura y casi totalmente dependiente.
Lo que Sara no era capaz de percibir en ese momento era que, en la realidad, era ella misma quien había desarrollado un sentido de codependencia en la relación con su hija, asumiendo cosas y tomando decisiones, casi exclusivamente, en función de la chica y con el único objetivo de agradarle y protegerla, buscando inconscientemente mantener en su mente la idea de que aún era su “niña” y de que su relación con ella debía ser ideal y debía durar para siempre.
En aquella situación, Sara estaba muy lejos de comprender o dimensionar el hecho de que había llegado a un estado mental en el que consideraba a su hija como lo más importante, como su propósito fundamental de vida; mirándola como la persona sobre la que basaba casi todas sus acciones y decisiones personales.
Para cuando su hija tomó la decisión, casi unilateral, de irse a buscar y propiciar el descubrimiento de su propio sentido existencial que le permitiría definir su propósito de vida, Sara no fue capaz de asumirlo de una manera sana y normal y dejó que este suceso le hundiera en un mar de desesperanza, soledad e incertidumbre; llegando a obviar totalmente la posibilidad de que este acontecimiento de separación le pudiera ayudar a identificar su propio sentido existencial y, a redimensionar su propósito o proyecto vital en esta etapa de su desarrollo, enfrentándose con lo que muchos se han dado en llamar como el “Síndrome del Nido Vacío”.
Entonces Sara perdió su propósito de vida fundamental, el mismo instante en que su hija se despidió con un abrazo y salió con su maleta a través de la puerta de la vieja casa en la que habían compartido muchas experiencias, positivas y negativas, momentos entrañables y alguna que otra pelea.
Aquel momento en el que la chica veinteañera abandonó su seno familiar, algo se rompió en el interior de aquella mujer que había dedicado una buena parte de su vida a la crianza y educación de su “extensión”, que era como ella le llamaba a aquella extrovertida y desinhibida chica que se alejó con decisión, sin mirar atrás, dejando la casa vacía de afecto y el corazón de su madre devastado por la sensación de dolor por la pérdida y el abandono. Y es que lo que había sido su propósito de vida, se había extinguido el instante en el que su hija cruzó la puerta de salida, se alejó, y se perdió por entre las frías calles de una ciudad gris e inclemente, llena de concreto y de indiferencia.
A pesar de que Sara comprendía, con una buena dosis de juicio crítico, lo que había sucedido y tenía claro que los hijos deben, en algún momento de sus vidas, abandonar a sus padres, tardó algunas sesiones en interiorizar y absolver aquella situación.
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Adicional a los hechos ya relatados, había un factor agravante que le causaba aún mayor dolor emocional y mucha incertidumbre existencial y este era que su “niña” no la visitase, ni siquiera contestase sus llamadas y peor aún la llamase, y cuando se le preguntó el por qué creía que eso ocurrió, le costó mucho reconocer que había estado sometiendo a su hija a situaciones asfixiantes, ejerciendo estados de control rígidos, llegando incluso a generar momentos de manipulación velada frente a las emociones y decisiones de la muchacha.
También le costó aceptar y reconocer el hecho de que ella misma había hecho algo muy parecido con sus propios padres, alejándose de ellos y perdiendo el contacto en una época en la que las facilidades de comunicación estaban restringidas por un desarrollo tecnológico aún incipiente.
Fue difícil hacer que sus emociones pudieran comprender que ninguna persona debe, en ningún caso, anclar a otra persona, de manera única y absoluta, a su sentido existencial. Fue muy complicado hacerle comprender que nuestra vida debe anclarse a nuestro “propio” sentido de propósito, en función de lo que nosotros mismos queremos para esta y a la manera como queremos vivirla, priorizando nuestro propio sentido de libertad y sin depender emocionalmente de la aprobación o desaprobación de nadie; sino simplemente de nosotros mismos.
La base de la libertad emocional es alimentar el deseo genuino de compartir libre y amorosamente, una parte de nuestra línea de vida, con las personas que amamos, hasta el día que debamos separarnos, con la convicción de que continuaremos viviendo libremente en función de nuestro propio, genuino y verdadero propósito de vida.
NOTA; Los nombres y algunas circunstancias de este relato han sido modificados con el fin de proteger la identidad y la privacidad de sus actores.