El tejido social como actor invisible
Desde mis primeros días como alumno de la carrera de sociología, había una certeza que rondaba por mi cabeza (de forma asidua) y que, clases tras clases, se reafirmaba en mis ideas con mayor rotundidad: Los precedentes que han marcado un hito en la historia de la humanidad perviven en la forma de pensar de los ciudadanos venideros. Y es que la forma en que se desarrollan las sociedades se produce a partir de una concatenación de decisiones establecidas en los mecanismos que las regula. Un ejemplo de esta certeza la podemos observar aún en nuestro país, donde tras 40 años viviendo en un territorio marcado por las reglas de la democracia, se mantiene latente el recuerdo del Estado franquista.
Es incuestionable reconocer que las sociedades se han formado a partir de la composición de una serie de individuos que se caracterizan por compartir una serie de ideas, pensamientos, formas de actuar, tradiciones culturales, y un largo etcétera. Y estas sociedades no son simples actores observadores de las eventualidades, pues con ellos se han vivido una transformación considerable de nuestras realidades.
Sin la intención de establecer una especie de lección sobre el desarrollo de las sociedades, en cierta medida, debemos reconocer que estas han conformado diversos mecanismos que permiten no tanto su avance, si no su protección y pervivencia en su propio entorno, tratando de construir una especie de “tejido” donde permea toda clase de conflictos, intereses, problemas y debates. Me permitiréis apoyar mi reflexión por medio de una metáfora algo banal, pero con un fuerte sentido a tener en consideración: Para hacernos una idea, si percibimos la sociedad como un tejido textil, esta necesita de grandes motores y herramientas de trabajo que permitan su construcción y mantenimiento (los 3 poderes del Estado podrían ser perfectamente esos grandes motores y todo lo que provienen de ellos, y que por lo tanto legitima su actuación, podrían ser las herramientas). Ese tejido ha de ser conformado por una serie de materias primas que hacen que dicho tejido sea más o menos sostenido y robusto (en este caso entraría las relaciones familiares, la religión, las tradiciones, el desarrollo económico, etc.). Lógicamente, dicho tejido ha de ser funcional y reaccionario ante las contingencias externas para que estas no terminen por degenerar su mantenimiento (dichas contingencias podrían ser desigualdades, problemas económicos, divisiones de trabajo, etc.).
Durante todo este proceso, podemos considerar que su inicio parte de la obtención de grandes y eficientes mecanismos que permitan su desarrollo, pero no nos podemos olvidar que dicho tejido constituye el sentido último de su existencia (si no, ¿para que servirían entonces estas grandes máquinas, si no es para manufacturar y construir un tejido textil?). De hecho, eso mismo se debieron preguntar los grandes magnates de las industrias textiles durante la 1ª Revolución Industrial, cuando apareció el algodón en escena, siendo un material que facilitaba una mejor producción y, por tanto, un avance sin precedentes en la economía nacional.
Centrando un poco el motivo de mi reflexión, desde mi primera clase en la asignatura “Fundamentos de Ciencia Política”, hubo una reflexión imperiosa que tenía que tener en cuenta para entender qué es esto de la política y de qué hablamos cuando utilizamos el término política: Nace como una respuesta colectiva ante el desacuerdo, se utiliza como una herramienta eficaz que permite regular las tensiones que subyacen del desarrollo social. Como dichas tensiones necesitan de un contrapeso fuerte e indiscutible para que este no caiga “a plomo” en contra de la sociedad, es necesario asumir que la política tiene una cierta capacidad para imponer, regular, privatizar u obligar, es decir, la política necesita del poder para mantener la existencia de la sociedad.
Quizás sea en este preciso instante cuando la confusión entre qué depende de quién, quién legitima a quién abunda en nuestra razón y sentido común, pero es algo muy normal, pues la política puede ser percibida como una estructura (como una dimensión estable que mantienen las actuaciones políticas), como un proceso (como un conjunto de actividades que generan una serie de respuestas) o como un resultado (un producto que nace de la interacción entre las Administraciones y las relaciones humanas).
Desde mi punto de vista, cuando he tenido que reflexionar sobre el análisis de la política, muchas veces me he imaginado a este marco como un circuito cíclico (para ello, recomiendo enérgicamente leer la tesis que propuso David Easton), desde una perspectiva muy “macro”, o como un tablero de ajedrez, donde existen unas reglas de juego y donde cada figura representa a cada uno de los distintos estamentos que componen nuestras sociedades (desde las Administraciones que reinan en nuestra realidad hasta los grupos de personas). Todos ellos deben de ser dirigidos por gobernantes que tratan de batirse en una especie de enfrentamiento a contrarreloj donde solo puede terminar con la victoria de uno. Ambas percepciones representan visiones de la política muy distintas: O vista como un proceso o vista como un resultado.
Sin embargo, a pesar de introducir una pequeña base que me sirva de hilo conductor para tratar de desbrozar este maremágnum de conocimientos sin nexo aparente, todo poder, que nace como sostén de la actividad política, solo puede ser considerado como tal si es legitimado, y a partir de este concepto podemos comenzar a hablar de voluntad, legalidad, ética, moral,… podemos cambiar de dimensión, como quien cambia de escenario, y entrar en lo que me gusta considerar a la política más allá de una simple máquina, porque una máquina no puede funcionar si no ha sido compuesta por “tuercas, tornillos, engranajes y rodamientos”. En este caso, John Elster formuló una idea que, desde mi punto de vista, no puede dejar a nadie indiferente, pues consideró que los grandes y complejos fenómenos sociales solo podían ser entendidos como una maquinaria perfectamente funcional a partir de la acción de mecanismos causales, formados a su vez por piezas que nos ayuda a entender el conjunto de toda la sociedad.
Por lo tanto, y llegados a este punto, esa maquinaria que queda compuesta por la voluntad del conjunto de los ciudadanos que, bajo su legitimidad, puede actuar en nuestra realidad, ha de ser puesta en funcionamiento por alguien o por el conjunto de personas que han sido también legitimados para ello. En este sentido, los gobernantes se sitúan como actores que, una vez demuestran ostentar una serie de competencias, habilidades y destrezas, se les permiten actuar en un gran escenario y se les entrega la legitimidad de ocupar un espacio privilegiado, con el objetivo de dirigir los conflictos de carácter colectivo. Y es en este punto donde me gustaría situar mi reflexión. Una reflexión donde me pregunto con severa preocupación: ¿Qué caracteriza hoy en día a un gobernante? ¿Cuál es el sentido último de un gobernante? ¿Qué competencias son suficientes para que un gobernante pueda obtener la legitimidad de dirigir los grandes conflictos de nuestra generación? ¿Qué ha pasado con el carisma, la negociación, el dialogo, que durante años ha permitido que los gobernantes de hoy en día sean, en su mayoría, considerados como demócratas?
Al final, en todo este entramado, podemos advertir de la gran relevancia de las sociedades, pues son actores que aparecen de forma muy habitual y del que depende todo poder de decisión. No tendría sentido alguno demarcar las directrices de una sociedad democrática sin contar con la existencia de quienes conforman esa sociedad (y recordemos de quienes nace la voluntad de ser gobernados por un conjunto de gobernantes). Sin embargo, y de forma casi extraordinaria, desde hace mucho tiempo, en el tema del “procéss” no existe cabida para las personas que conforman las sociedades. Solo se han utilizados (y lo expreso con toda la rotundidad que cabe) como herramienta de presión en momentos oportunos y decisorios, y relegados del escenario en momentos de “disenso”. Se habla en nombre de determinados grupos de ciudadanos, pero no se les deja manifestar su expresión. Se les referencia para legitimar una serie de actuaciones, en beneficio suyo, pero no se les permite legitimar. Y lo que es aún peor, se utiliza la retórica y la demagogia para obligarles a actuar en pro de obtener un mejor escenario, cuando lo único que se llegará es a un escenario que sólo benefician a la estrategia de unos pocos (curiosamente quienes están en el poder).
Este desplazamiento en el tablero no es baladí, pues somos los descendientes directos de los cambios que se producen, estando presentes o no, y además representamos la parte más reaccionaria del sistema político (puesto que el poder solo entiende en clave estratégica). Sin embargo, bajo el reflejo de las reglas que imperan y permiten este juego de fuerzas, dicho actor no puede quedar relegado… ¿Qué sucede? Que se termina por configurar un doble tablero, una dimensión paralela, un juego donde los individuos quedan invisibilizados.
Durante años, el colectivo social en España ha ido perdiendo su protagonismo en el panorama político, su sentido en el juego de fuerzas, su opinión en las decisiones que marcan el porvenir de nuestro país. Durante años, nuestra amada democracia ha quedado relegada a un simple papel lleno de conceptos confusos y de teorías que tratan de justificar una realidad que dista mucho de su práctica. Y en este caso, no iba a ser menos.
En este doble tablero se está produciendo dos acontecimientos que, desde mi opinión, pueden ser tan importantes como determinantes: Por una parte, se está produciendo “un efecto de permeabilidad”, pues las consecuencias que se produce en el juego político termina por recalar en las decisiones de movimiento y reacción del conjunto de la sociedad, sin producirse efecto alguno en nuestras instituciones. Por otra parte, se produce también un efecto de “clivaje” (o de ruptura social). Dado que no se produce ningún efecto en el ámbito político, esa fuerza se reprime, termina por ser comprimida, hasta generarse un efecto tan natural que se puede observar a simple vista: se genera una ruptura incontrolable que, si bien puede afectar en el ámbito político-institucional, también daña el propio tejido social (en efecto, vuelve a aparecer la metáfora del tejido textil). ¿Y qué sucede cuando un tejido se rompe? Que se empieza a deshilar de tal forma que termina por romper el conjunto del tejido.
¿Existen soluciones? Desde luego. De hecho, la historia de nuestro país nos muestra que ya hemos hecho uso de algunas soluciones: Se han utilizado diversos tipos de parches que han tratado de invisibilizar profundos problemas (aún no hemos superado las rupturas que se han generado entre la izquierda y la derecha, entre republicanos y monárquicos, entre demócratas y liberales, entre “los de arriba” y “los de abajo”, cuando a todos ellos se suma la diferencia entre independentistas y nacionalistas). Sin embargo, hay algo de novedoso en todo este doloroso y farragoso proceso. Siguiendo con mi simpatía ante el uso de la metáfora del textil, y apoyándome en una reflexión del periodista Ferrán Monegal: “…Aquello que decían con tanta gracias, pespunteaban los humoristas cuando decía Susana Diaz: “Hay que recoser España”… habla de recoser, eso sí, a puñaladas…”.