El tiempo es algo curioso.

Todos sabemos que existe, pero si nos preguntan qué es, nos quedamos pensando. No podemos verlo, tocarlo ni guardarlo en un cajón. Sin embargo, está en todas partes: en el reloj que nos marca las horas, en las arrugas que con los años surgen en nuestra piel, en los días que comienzan con el sol y terminan con la luna. El tiempo es como un río que nunca se detiene: siempre fluye hacia adelante, sin pausa ni retroceso.

Desde siempre, los seres humanos hemos tratado de entender el tiempo. Los antiguos observaban las estrellas para medir los días y los años, y hoy usamos relojes que funcionan con precisión milimétrica. Pero una cosa es medir el tiempo, y otra muy distinta es saber aprovecharlo. Y ahí, abuelita querida, es donde solemos fallar.

Tal vez el problema esté en cómo lo percibimos. Pensamos en el tiempo como si fuera infinito, como si siempre tuviéramos «mañana» para hacer lo que dejamos pendiente hoy. Pero la verdad, aunque a veces no queremos aceptarla, es que nuestro tiempo es limitado. Cada persona tiene su propio «reloj de arena», y cada día que pasa, los granos de arena se escurren sin detenerse. El problema es que nos distraemos tanto que no valoramos cada uno de esos granos, hasta que pasa el último y ni nos hemos enterado.

Nos pasa mucho lo que decimos: «No tengo tiempo». Pero, ¿es eso cierto? ¿O simplemente gastamos el tiempo en cosas que no importan tanto? Hoy, por ejemplo, muchas personas pasan horas viendo la pantalla de su smartphone (que a veces no tiene nada de «smart»), o preocupándose por cosas que no pueden cambiar. Mientras tanto, el tiempo, esa constante que no perdona, sigue fluyendo. Y cuando nos damos cuenta, a veces ya es demasiado tarde para alcanzar lo que realmente queríamos o hacer aquello que soñábamos.

Quizás la clave sea aprender a diferenciar lo urgente de lo importante. Lo urgente son esas cosas que parecen necesitar nuestra atención inmediata: contestar mensajes, resolver problemas del día a día. Lo importante, en cambio, son esas cosas que llenan nuestra vida de sentido: compartir con la familia, cuidar nuestra salud, aprender algo nuevo, disfrutar del presente. A menudo dejamos lo importante para después, y ese es un error.

Abuelita, a veces pienso que la gente de tu generación sabía aprovechar mejor el tiempo. Ustedes no tenían tantas distracciones como nosotros y le daban más valor a las cosas simples: una buena conversación, una caminata al aire libre, el tiempo en familia. Hoy, con tanto ruido y prisa, nos olvidamos de lo que de verdad importa. Falta decidir qué es lo verdaderamente importante para cada uno.

El tiempo no es nuestro enemigo; al contrario, es un regalo. Cada día que amanecemos, tenemos la oportunidad de usarlo para algo que valga la pena. No se trata de hacer muchas cosas, sino de hacer las correctas, aquellas que nos llenan de alegría y propósito. A veces, aprovechar el tiempo significa simplemente disfrutar de un café caliente, mirar el cielo o decirle a alguien cuánto lo queremos. O, ¿por qué no? Pensar con la mirada perdida en el horizonte.

Vivamos el tiempo como si fuera oro, porque al final, eso es exactamente lo que es. Y no te preocupes si a veces sentimos que no sabemos usarlo. Lo importante es intentarlo y, sobre todo, disfrutar del camino.

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