EL VERDADERO PRECIO DE LA INMIGRACIÓN
Desgraciadamente algunos de nosotros nacemos en países de los cuales, en algún momento, decidimos emigrar. Mi padre, por ejemplo, decidió irse de Italia durante la guerra buscando en Argentina una vida mejor. Y como las situaciones familiares en general se repiten, yo a mi vez decidí buscar una vida nueva en América del norte. El país al que yo emigré me ofreció muchas cosas: un buen trabajo, bienestar, ahorros, una hermosa vivienda y la mesa siempre llena. Lo que me costó conseguir en cambio fueron amigos verdaderos, de los que siempre acostumbré tener en la tierra donde nací. Tal es el verdadero precio de la inmigración: una soledad difícil de superar, especialmente después de un divorcio y después de que los hijos empiezan su propia jornada. ¿Pero, si todos los seres humanos tienen la misma necesidad de calor y compañía, por qué son las amistades tan difíciles de encontrar en tierras ajenas? Porque nosotros los inmigrantes somos esencialmente diferentes a aquellos que tuvieron la suerte de vivir donde nacieron; y el dominio perfecto del idioma es solo un aspecto. Lo más importante es la historia en común que nos une a los que fueron con nosotros al colegio, o a los que les confiamos nuestros primeros dolores. En otras palabras, aquellos que pisaron las mismas baldosas rotas que nosotros y se desahogaron en los mismos oscuros bares del barrio. Ése es el paisaje al que pertenecemos; el otro es una escenografía prestada.