Elogio de la disidencia
En una de sus últimas obras traducidas al español, Hacer disidencia, continuación de La era del individuo tirano, el prolífico y siempre controvertido pensador francés Éric Sadin realiza una apasionada y conmovedora llamada a recuperar el protagonismo personal, una convocatoria a “una política de nosotros mismos” frente a los sistemas expertos que pretenden imponer a cualquier precio un orden de las cosas y de los discursos, al estilo de una poderosa maquinaria retórica, muy en particular la política, la economía y la técnica todopoderosa y omnisciente.
En efecto, parecemos haber perdido la plena soberanía personal, como si hubiéramos cedido a un peso tan sistémico como invisible que nos impide ser actores y autores de la propia existencia, a un régimen de heteronomía en tiempo real cuya primera consecuencia es una poderosa despersonalización del yo y de todos sus vínculos intersubjetivos.
Si bien el título original en francés de la obra de Sadin lleva la propuesta a una cierta forma de extremismo, Faire sécession, tal vez baste con la disidencia vital para recuperar ese protagonismo ya señalado, un disentir frente al consentir todo tipo de atropellos e imposiciones, una suerte de “espíritu de resistencia”, aquel al que se refiere Vladimir Jankélévitch en un libro memorable.
Así, ser hoy un disidente frente a una realidad sistémica en buena medida opresiva significa, e implica, no tanto una emancipación del yo como su reapropiación, y no una sublevación o una insurrección, que suelen ser mitificadas románticamente por la misma sociedad a la que se dirigen y cuestionan, en una suerte de gran proceso de neutralización semiótica profundamente efectivo, sino una recuperación solidaria de los bienes comunes.
De hecho, esa reapropiación no puede cumplirse individualmente, sino comunitariamente, y aquí conviene recordar lo que señala Roberto Esposito con respecto a la comunidad, término que procede del “cum munus” latino, es decir, “con deuda”. Ser parte de una comunidad, incluso de una comunidad de disidentes, exige hacerse cargo de la alteridad y asumir que, como en Lévinas, el rostro de cada otro humano nos interpela.
Recomendado por LinkedIn
Tal vez por todo esto, y muy significativamente, Sadin termina su libro con una Conclusión titulada “De la amistad como forma de vida”, en la que sin ninguna duda -aun sin nombrarlo- resuena el Aristóteles de la Ética a Nicómaco, aquel que afirma que “un hombre en soledad puede razonablemente aspirar a ser virtuoso, pero si lo que desea es la felicidad necesita amigos”.
Necesitamos una amistad civil que esté más allá del compromiso con los políticos y sus maquinarias partidarias, su partidocracia, y a favor del compromiso con lo político en el sentido más genuino y profundo de la expresión, la búsqueda de esa polis en la que las personas se reconocen y tratan por medio de la palabra, y en la que el disenso sigue siendo, como señala Julián Marías, “concordia sin acuerdo”, pero concordia al fin.
--
3 mesesExcelente análisis y orientación, Carlos. Felicitaciones.