Enfermedad y Poder
Quizá en el esbozo de una antropología de la salud un aspecto axial sea la revisión de las relaciones del cuerpo individual con el mundo social. Aunque poco habitual en el contexto de la antropología, una forma eficaz de ordenar este discurso puede ser recurrir a la segunda tópica Freudiana. El mundo social operaria, lógicamente, como plano simbólico en el superyó mientras que la experiencia del cuerpo invidual radia desde el ello.
El dolor es una experiencia transversal a todos los planos de la tópica y tiene un carácter tridimensional como las teorías actuales destacan. Hay una dimensión física en la percepción del dolor, aquella que opera en las intensidades, en la relación entre la causa y el efecto, a la que Henri Bergson se refería como radiante conforme crece. Sin embargo, el dolor en un dedo, cuando crece en intensidad, radia al brazo; después, a todo el cuerpo; después invade el yo y, por último, el dolor crónico e intenso acaba invadiendo el dominio del superyó, disolviendo el mundo exterior, modificando el mundo social del sujeto. Esta radiación progresiva desde el ello hacia los otros elementos de la tópica Freudiana se debe a las otras dos dimensiones perceptivas del dolor. Hay una dimensión afectiva-motivacional en la que el dolor se percibe en relación a nuestra actitud hacia él: para el sumiso el dolor puede ser fuente de placer siendo el dolor reinterpretado conforme a la carga afectiva que tenga para el sujeto. Hay también una dimensión cognitivo-evaluativa en la que el dolor se racionaliza poniéndolo en relación con valores culturales, éticos, sociales: no es lo mismo el dolor en el cuerpo de un espartano que en el de una plañidera egipcia. El dolor con sus reinterpretaciones físicas, afectivas y cognitivas es pues un fenómeno corporal, subjetivo y también social, que actúa desde el cuerpo individual hacia la disolución de la identidad y del mundo social, modificando todas las percepciones corporales, individuales y sociales. El epicentro del dolor, sin embargo, pertenece al cuerpo, al ello: ante el dolor extremo se grita y no hay doble articulación sino sonido bruto, sonido del cuerpo.
En su relación con el grupo, el doliente, deja de compartir la narración común del mundo. El chamán persigue, ante todo, reintroducir el discurso propio del dolor y la enfermedad en la narración social de forma que se restablezca el equilibrio entre el cuerpo individual y el mundo social. En gran medida el valor curativo del chamanismo se basa en la rescritura de una narración alterada (dimensión cognitiva) de forma que el individuo pueda redefinir su relación con el mal que lo aqueja (dimensión afectiva).
La cuestión es para qué curan los chamanes. Qué necesidad tiene el socius de buscar la reinserción del enfermo en el discurso común, lo que nos llevaría a plantearnos la cuestión de la propiedad del cuerpo individual. El conocido enfoque estructuralista de los intercambios económicos (objetos, palabras y cuerpos/bienes, información y parentesco) nos mostró ya como el intercambio de los cuerpos de las mujeres, de su capacidad reproductora y, por tanto, generadora de parentesco, definía la estructura y el orden social. Así, en nuestro entorno inmediato, sin ir má lejos, la misión de la mujer según un catecismo de hace sólo cincuenta años era: “dar soldados a España y almas a Dios”. La estructura social requiere mantener la propiedad del cuerpo individual de todos sus miembros por distintos motivos. Por un lado, la producción –el trabajo- es una actividad del cuerpo y, por otro, las estructuras de poder se sustentan en la capacidad punitiva que también se ejerce en el cuerpo (Foucault). La continuidad de la sociedad exige el domino efectivo sobre los cuerpos individuales. Sin embargo, como señala Gramsci, el individuo no es el “gorila amaestrado” al que Taylor apela sino que el individuo tiene capacidad de actuar en el cambio social y este cambio se realiza desde el cuerpo individual.
Toda estructura humana se sustenta de una u otra manera en la propiedad del cuerpo individual. Las estructuras religiosas, políticas, militares, todas mantienen la cohesión de sus miembros guardándose el derecho a actuar sobre sus cuerpos sea punitiva o utilitariamente.
La vía punitiva ejercida a través del dolor o del miedo, que es un dolor diferido, permite rescribir el superyó-sistema de creencias y el sistema de afectos del individuo. En la obra de Orwell, el miedo a la rata que se acerca a la boca redefine que dos y dos son cinco según el sistema de creencias del grupo pero redefine también la relación de afecto con el verdugo. La sociedad necesita mantener el dominio del cuerpo para garantizar la consistencia de los mundos sociales de sus individuos, para preservar sus valores y verdades.
Por eso, la enfermedad es un concepto predominantemente social. Sobre una base objetivable efectuada sobre el cuerpo -una disfunción orgánica, una infección, un cáncer- el poder construye la enfermedad y el enfermo. Pero, cuál es el porqué de esta construcción.
El tratamiento de la enfermedad originariamente no perseguía la extinción del dolor del doliente sino a la mitigación del peligro social. La enfermedad, como en el caso del chamán, señalaba una disonancia en el cuerpo social sobre la que se debe actuar, una invocación a una acción social sobre determinados cuerpos individuales.
Así, las primeras intervenciones políticas en salud pública prescribirán la segregación del leproso y su destierro a los caminos –Corán y Biblia coinciden en esta recomendación-, el precintado de barrios enteros ante un brote de cólera o peste, las cuarentenas en puerto de las embarcaciones infectadas. El cuerpo individual es abandonado a su suerte por el grupo para preservar la integridad de la sociedad.
En su Histoire de la Folie Foucault describe la historia de la construcción social de la enfermedad mental. Originariamente la enfermedad mental se percibía como un peligro para el orden social. El loco suponía una disonancia con el ethos del grupo y, en la medida de lo posible, la acción social se ejercía a través de la vía punitiva sobre la base de la posesión demoniaca, la brujería o la blasfemia, que no es otra cosa que rescribir la diferencia de modo consistente con la narración mítica dominante. La basculación de un poder basado en la creencia/religión a estructuras basada en el saber exigirá una redefinición del loco en términos de conocimiento positivo, una medicalización de la diferencia, la construcción de la enfermedad mental. Se trata, de nuevo, de una rescritura de esta diferencia para integrarla en la nueva narración científica en lugar de en la mítica.
El poner nombre a una dolencia o a una diferencia no se realiza con un fin descriptivo sino que es una invocación a la figura social de enfermo en la que se confina el mundo social del individuo –en disolución por el dolor o el delirio- a una parcela concreta, aséptica y aislada, del mundo social del grupo. La condición de enfermo se adquiere cuando uno acepta comportarse como un enfermo.
Un dictamen forense de salud mental es un juicio social acerca del lugar de la culpa. En el momento en el que la acción punitiva es asumida por el poder político en lugar de dejarla en manos del ofendido o sus deudos –como en el antiguo derecho germánico- es preciso que este poder político, sustentado en el complejo saber-poder, se provea de mecanismos que permitan objetivar positivamente la culpa. El crimen ya no es una ofensa particular sino colectiva contra toda la sociedad, encarnada históricamente en primera instancia en la figura del rey. El criminal atenta contra la sociedad en su conjunto, contra su orden y sus valores, sólo la condición de enfermo mental descarga la culpa en un objeto/construcción social externo: la enfermedad. Al criminal se le castiga con el dolor y, cuando este dolor ya no es aceptable para el ethos del grupo, restringiendo las libertades de su cuerpo: libertad de desplazamiento, de fijar sus horarios, de elegir su comida, obligación de realizar tareas y trabajos forzosos. Al enfermo se le confina a una parcela medicalizada en la que debe aceptar un conjunto de obligaciones, de horarios, de ritos, de subordinaciones a un poder más sútil. Debe el enfermo aceptar la intervención de su cuerpo por parte del poder, someterse al panopticon de la exploración de sus orificios. Los locos ya no circulan libres como en la antigua Grecia ni construyen religiones en su delirio; la locura debe ser tratada y el loco confinado a un espacio controlado de la realidad social
Philippe Pinel libera de sus cadenas a los locos del Asilo de Paris cuando construye la figura del enfermo mental que precisa de un tratamiento que le restituya para el mundo social. Este tratamiento es un segundo confinamiento positivo más adecuado a los valores morales republicanos de la Revolución Francesa.
En la sociedad moderna, la medicalización del riesgo social resulta ser más eficaz que la criminalización de la diferencia. La criminalización exige un juicio moral mientras que la medicalización sólo exige una divergencia de la normalidad estadística.
La criminalización de la homosexualidad requiere por parte del poder político un juicio que excluye valores ampliamente aceptados como la libertad sexual. Sin embargo, la medicalización de la homosexualidad sólo exige el reconocimiento de la anormalidad estadística de esta opción. La homosexualidad sólo se desmedicaliza cuando el ethos del grupo evoluciona y esta opción sexual deja de representar una amenaza para el orden social.
Un caso más claro lo tenemos en el tratamiento de las adicciones. Diversos expertos han señalado la propensión a las adicciones como una característica central en el desarrollo humano. La estrategia neoténica, en la que la psiquis se preserva en un estado de inmadurez intencionada que permite al individuo asimilar dinámicamente nuevos comportamientos conforme lo requiera su adaptación al medio, es un rasgo evolutivo definitorio de la condición humana que nos aboca a la adicción. Dentro de la sociedad existen adicciones tremendamente agresivas contra el cuerpo individual, generadoras de un gran dolor desde el punto de vista de la salud personal, como pueda ser el consumo de tabaco. Sin embargo, el tabaquismo nunca se había medicalizado pues no constituía un problema social. Sólo cuando la sociedad reconoce un problema económico en el tratamiento de las enfermedades derivadas, en las bajas laborales, en el mantenimiento de una infraestructura asistencial, en el conflicto social que genera la exposición al humo en lugares públicos, sólo entonces el tabaquismo se medicaliza. Un enfermo de cáncer de pulmón es un enfermo objetivable, un consumidor de tábaco es un enfermo social. El DSM-IV introduce el término médico dependencia nicotínica que en el DMS-V se sustituye por trastorno nicotínico evitando la connotación social negativa de las dependencias. La referencia a un trastorno no deja de reenviarnos al concepto de disonancia social que esbozábamos antes.
Otra adicción cuyos coste sociales resultan más difíciles de internalizar, como el alcoholismo sólo es parcialmente medicalizada y nunca sobre la base del efecto en el cuerpo individual sino de su efecto social. Un alcohólico es un enfermo social, mientras que un cirrótico es un enfermo objetivable. El alcohólico no es aquel que bebe continuamente en su casa y luego se levanta para ir al trabajo preservando un mundo social aceptable. Alcohólico es aquel que tiene problemas con el alcohol, o dicho de otra manera, problemas sociales debidos al alcohol. El alcoholismo sólo se medicaliza cuando genera un conflicto en lo social, siendo comúnmente ensalzado y aceptado en su vertiente socializadora. En tanto ajeno a este conflicto, el consumidor en exceso de alcohol devendrá un enfermo de cirrosis sin haber sido nunca un alcohólico.
La anorexia u otros trastornos alimentarios se medicalizan sólo parcialmente cuando entran claramente en conflicto con valores éticos nucleares mientras que son aceptados dentro de una normalidad social cuando contribuyen al sostén de unos valores estéticos convenientes a nuestra estructura socioeconómica.
El consumo de heroína, por ejemplo, sólo se medicalizó cuando en España el consenso social construyó la figura del drogadicto como peligro social. El mundo social del drogadicto, anclado la marginalidad y la delincuencia es un potencial generador de desorden social. La criminalización del consumo de heroína y su represión como cortafuegos a todos los delitos asociados culminó en un estrepitoso fracaso. Sin embargo, la medicalización de la adicción, el rescribir el mundo del drogadicto en términos asistenciales: metadona, dispensadores de jeringuillas, prevención del SIDA, reinserción, y la externalización de la culpa –la sociedad es la culpable- obtuvo mejores resultados al redefinir la adicción en términos coherentes con el discurso social imperante, como un enfermedad social.
La ludopatía, la adicción al sexo… la sociedad moderna abunda hasta la exageración en la medicalización de todos los aspectos de la diferencia. El avance de un pensamiento único, de una sociedad postmoderna uniformizadora, hedonista e individualizante parece exigir establecer, junto a una normalidad impuesta por el miedo, un abanico de enfermedades sociales en las que el sujeto pueda desarrollar su diferencia de una forma socialmente inofensiva.
Merece la pena fijarnos brevemente en la relación entre la génesis de un estigma y este proceso de medicalización de comportamientos.
Antiguamente el reconocimiento público de la homosexualidad en nuestro entorno implicaba de forma automática la estigmatización social. Sin embargo, su medicalización como trastorno psiquiátrico levantó parcialmente este estigma perviviendo en la forma de enfermedad vergonzante con una connotación similar a la sífilis que delataba un comportamiento socialmente aberrante. Recientemente, la redesmedicalización de la homosexualidad ha llevado aparejada su completa desestigmatización.
La medicalización de un comportamiento permite levantar el estigma asociado. El vicioso de las tragaperras era avergonzado socialmente, criminalizado y estigmatizado. Hoy día puede declarase víctima de una enfermedad, la ludopatía, y externalizar su responsabilidad invocando una construcción social. Eso sí, a cambio del estigma, el ludópata debe someterse al mundo social del enfermo de ludopatía: seguir tratamiento, tener vedados determinados lugares, someterse a cierto control administrativo y médico voluntario etc. Lo mismo cabe decir del adicto al sexo que vence el estigma del comportamiento vicioso al someterse voluntariamente al confinamiento en el mundo social del enfermo. El pecado supone una carga de culpa inaceptable en la sociedad postmoderna, por eso tuvimos que inventar la enfermedad y redefinir la redención y el perdón en términos de tratamiento sanitario. El pecado lleva implícito el estigma, la enfermedad no.
Abiertamente asistimos a una descarga colectiva de culpa: no estoy gordo, es mi metabolismo; no tengo cambios de carácter sino que soy ciclotímico o padezco un trastorno bipolar; el niño no es un hijo de satanás insoportable, sino que tiene un trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Así hemos conseguido encajar cualquier mundo social alterado (o diferente) dentro del discurso dominante.
Esta redefinición del comportamiento socialmente disonante en términos de salud permite justificar el ejercicio del poder sobre el cuerpo individual.
La enfermedad objetivable genera dolor al individuo pero es irrelevante desde el punto de vista social. Sólo en aquellos casos en los que ocasiona un impacto económico o social se construye alrededor de ella la enfermedad social correspondiente. La diferencia entre el tratamiento de una y otra estriba en que en el primer caso es claramente reactivo y de mitigación del dolor individual, mientras que en el segundo es eminentemente preventivo y, en general, el énfasis se hace en el ámbito social. La cirrosis no es un riesgo social, siempre que no ocasione un gasto sanitario excesivo que debe ponerse en relación con los beneficios de todos los sectores involucrados: industria de la bebida, la hostelería, asistencial y sanitaria, farmacéutica etc. Si este equilibrio se rompe deberemos construir la figura del alcoholismo.
La enfermedad objetivable está fuertemente mercantilizada siendo la industria farmacéutica uno de los lobbies más potentes en nuestras sociedades y la construcción de un problema sanitario depende en gran medida de ciertas cuentas de resultados. Véase, por ejemplo, el caso de afecciones como el SIDA o el ébola sobre los que a nivel mundial es difícil establecer un buen caso de negocio. Enfermedades objetivables cuya mayor incidencia es en sociedades con poco peso en el contexto mundial. El esfuerzo sanitario no ha sido proporcional al dolor en los cuerpos individuales que ha generado. Disminuida la alarma social por el SIDA en el primer mundo, el caso de negocio basado en tratamientos largos y caros que permitan a los enfermos convivir con la enfermedad ha resultado ser la mejor opción frente a una ingente inversión en desarrollar una vacuna de bajo coste que apenas hubiera generado retorno.
La crisis argentina supone un interesante caso de estudio acerca de cómo una nación puede redefinir un desorden económico y social en términos médicos de depresión colectiva. El consumo de antidepresivos y ansiolíticos en Argentina durante este periodo se disparó muy por encima de la media histórica lo que denota que la sociedad respondió a un problema claramente económico con una medicalización de la desesperación y el sentimiento de fracaso colectivo después de la época exuberante del uno a uno. Evidentemente, se trataba de un problema político en el que Gramsci hubiera llamado a la capacidad de obrar de los cuerpos individuales pero que se resolvió en la redefinición del mundo social del individuo en términos médicos y la mercantilización de su tratamiento.
La construcción de una enfermedad ligada a una determinada sociedad y cultura a partir de un conjunto de creencias o efectos psicosomáticos colectivos se realiza abiertamente en la medicina moderna. Son los llamados culture-bound syndromes o síndromes ligados a la cultura: el DSM-IV, V y el ICD-10 los catalogan en sus anexos. Podemos verlos como hipocondrias colectivas, enfermedades construidas para invocar o nombrar un comportamiento generado como excrecencia dentro de un ámbito social. Por ejemplo: el koro. Este síndrome se localiza muy fuertemente en el sudeste asiático. El individuo que padece koro vive obsesivamente convencido que su pene se está reduciendo y llegará a desaparecer, generándole una ansiedad insufrible. En muchos casos este trastorno se somatiza y se llega a observar la retracción de los genitales hacia el interior del cuerpo. En el fondo, el koro es una reformulación de la ansiedad de castración que está latente en los individuos de sociedades con culturas fuertemente represivas. Vemos en este caso como el mundo social del grupo construye una enfermedad social para nombrar y controlar una disonancia latente -como la depresión colectiva argentina-.
El filósofo o el antropólogo de la salud no puede obviar estas relaciones entre el cuerpo individual y el mundo social, relaciones que, como hemos visto son en muchos casos de poder.
Los críticos del psicoanálisis, como Deleuze y Guattari reconocieron en esta medicalización de la locura un mecanismo de control del individuo, confinando toda su naturaleza deseante y productora a un burdo –a su juicio- esquema edípico. El psicoanálisis supondría una estructura de control, un campo de confinamiento del individuo que debe someterse a un proceso científico de hiper-análisis. Este confinamiento al campo edípico se percibe como un mecanismo capitalista de control. De ahí que la intención manifiesta de estos autores tanto en su Anti-Edipo como en Mil Mesetas sea reaccionar contra el psicoanálisis de la misma forma que el marxismo reaccionó contra el capitalismo. En el fondo, desde un punto de vista de cuerpos individuales y estructura social, lo que defienden es el reconocimiento de la capacidad de obrar del individuo –idea Gramsciana- y, reconociéndolos como máquinas deseantes, reivindicar la voluntad de cambio del individuo frente a los esquemas de poder que hemos señalado. Resulta curioso encontrar que la línea de pensamiento de Gramsci también acabó por chocar frontalmente contra el psicoanálisis burgués.
De nuevo termino un artículo insistiendo en la necesidad de devolver al dominio del cuerpo dimensiones que le han sido arrebatadas. Si antes invoqué la vuelta del deseo, ahora llamo a devolverle la capacidad de obrar, de pensar libremente, locamente, un mundo distinto sin temor a convertirse por ello en un enfermo social.