No es la economía es la Corrupción, estúpidos.
La inestabilidad económica y el miedo a la incertidumbre que recorre nuestro país a días de las elecciones 2023 está generando, tanto en el medio social físico como virtual, una serie de debates y discusiones que enfrentan, sobre todo, a las tres fuerzas políticas que tuvieron el mayor caudal de votos en las PASO. Es notable que, para cualquiera de las tres, la pregunta que más inquieta es la que busca conocer el plan económico que proponen desde su espacio para el país.
Sin embargo, más allá de lo que exponen los representantes de estas fuerzas políticas, siento que la cuestión económica es una de las consecuencias que mayor miedo genera en el escenario social argentino, pero no es el problema en sí. Hay un problema aún mayor de índole cultural y que se ha arraigado como una característica del ser argentino.
Si entendemos a la cultura en un sentido amplio, como todo aquello que constituye nuestro ser y configura nuestra identidad, podemos asumir que se trata de un concepto global que contiene a las costumbres, a las tradiciones, a los mitos, a las expresiones artísticas, y por supuesto, al lenguaje y a las narrativas que, a partir de el, se construyen. Este elemento cultural, es decir, el leguaje no se restringe a las interacciones diarias del habla, ya que es un elemento de producción y de reproducción social. El leguaje construye las narrativas de las sociedades y de sus individuos, pero además tiene un poder transformador y no es un elemento meramente descriptivo. Con esto quiero decir que, las personas y las comunidades, son descriptas por esas narrativas y pueden modificarse, también, por sus propias narrativas.
Entonces, más allá de que el tema del momento parezca ser la problemática económica argentina, de fondo las narrativas (tanto de las fuerzas políticas como de la ciudadanía) refleja una cuestión cultural mucho más profunda. Todo esto se puede pensar en términos foucaultinanos, en donde la cuestión cultural tiene que ver con una lógica de poder. Bajo este mismo enfoque, todas las vinculaciones sociales implican una relación de poder, y, tomando la idea del propio Foucault de que el poder más efectivo es aquel que está normalizado, o dicho de otro modo, tan arraigado en la cultura que se vuelve imperceptible, nos es imposible (o al menos, muy difícil) realizar un análisis profundo que entienda qué elementos culturales están operando como generadores de diferentes problemáticas en nuestra vida cotidiana.
Esta normalización de la que nos habla Foucault impide seguir los pasos fundamentales necesarios para detectar un problema social: el primer paso consiste en el diagnóstico de una situación dada, y el segundo paso refiere a la “problematización” de esa situación (o sea, interpretar a esa situación dada como un problema social). El poder de la normalización está en la invisibilización de un algo que se vuelve inexiste en la agenda social y por ende, no se discute o de haber discusión esta será laxa o superficial. Desde mi interpretación, este algo normalizado es la corrupción como una categoría cultural propia del ser argentino.
Por supuesto que nadie quiere autopercibirse “corrupto”, por la carga social y emocional negativa asociada al fenómeno de la corrupción. En Argentina particularmente, hay otro termino (heredado de España) para referirse al mismo fenómeno y es conocido como la “viveza criolla”. Pero, a priori, la cualidad social a la que se refiere el término “viveza criolla”, a diferencia de la corrupción, está respaldada por una apreciación positiva. La viveza criolla implica un actuar antisistema, que además de ir en contra de las normas sociales impuestas por una estructura de orden político implica un uso práctico de la inteligencia. Entonces, la persona no se autopercibe corrupta, sino que es portadora de una inteligencia superior que le permite ir en contra de la estructura de poder y burlar al sistema. Es por esto que la cualidad de la viveza criolla es percibida como positiva.
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Ahora bien, si buscamos la definición de la palabra corrupción en cualquier diccionario, se exponen a menos dos. Una de esas dos refiere a la acción de corromper (esto es, alterar, trastocar, dañar, depravar o echar a perder la forma de algo). Y, la otra definición tiene un carácter institucional y está vinculada exclusivamente a actos de funcionarios públicos que abusan del poder para conseguir ventajas personales. Como se puede apreciar, la primera definición no está conectada necesariamente a un sujeto, mientras que la segunda es específicamente un sujeto en una situación determinada que supone el ejercicio del cargo público. No obstante, esto no implica de ninguna manera que un ciudadano no pueda cometer actos de corrupción sino más bien, nos abre la puerta a pensar en los tipos de corrupción que existen y que se manifiestan en nuestra sociedad en función a las vinculaciones de poder.
Pero entonces, ¿qué pasa cuando este tipo de corrupción de la ciudadanía es un fenómeno cultural que en la práctica y en la narrativa tiene otro nombre, y es justamente ese cambio de palabras (de cómo se nombra al fenómeno) lo que provoca que la connotación negativa cambie a positiva? Por otro lado, si se trata de una práctica generalizada de la ciudadanía, ¿acaso no es la misma ciudadanía la que ocupa los cargos públicos? Si lo pensamos así, es un círculo vicioso sin fin en donde no tenemos confianza ni en las instituciones ni en los individuos de nuestra propia comunidad, ejerzan o no un cargo público.
El IPC (índice de percepción de la corrupción) creado por el movimiento global “Transparency Internacional” es utilizado para medir la confianza que las personas tienen en sus instituciones gubernamentales. La medición se hace tomando distintos elementos que suman un puntaje que va de cero a cien ( 0 – 100). Cuanto más cercano esté el puntaje a cero, más “corrupto” será percibido el país. En el caso de Argentina, en el año 2022 obtuvo 38 puntos, muy cercano al índice global (43), pero muy lejano a la situación ideal (un número cercano al 100, como, por ejemplo, Uruguay que tiene 74 puntos).
Este tipo de mediciones no existe para el tipo “corrupción ciudadana” y al menos yo no conozco ningún índice de “Percepción de la Viveza Criolla”. Entonces, ¿en dónde podemos encontrar evidencia para “ver” a este tipo de corrupción? Si bien, sería bueno contar con un estudio pormenorizado, creo que hay al menos tres elementos que le sirven como base a este análisis: a) la narrativa de la fuerza política opositora a la que gobierna; b) las narrativas culturales en las producciones artísticas; y c) los hábitos de cumplimiento de las reglas por parte de los individuos.
Con respecto al punto a, no quisiera que se asocie a un partido determinado. Por el contrario, el opositor es quien no está en situación de gobierno. En su momento, la narrativa Kirchnerista estuvo asociada a la corrupción empresarial y apuntó a las empresas por el incumplimiento de sus obligaciones tributarias y la utilización de indefiniciones o lagunas jurídicas como excusas para eximirse de los pagos o mermar significativamente el monto imponible. En el caso de la narrativa de Cambiemos, la corrupción estaba directamente ligada a los funcionarios K y a sus amistades (que no necesariamente ocupaban un lugar en la estructura pública). La frase “se robaron un PBI” se viralizó y quedó instalada en los relatos de la ciudadanía. Por su parte, la tercera fuerza del escenario político actual, la Libertad Avanza, ha utilizado el recurso narrativo “anti-casta” y repiten incansablemente que “un país distinto no se puede hacer con los mismos de siempre” ya que ellos “son corruptos y hacen las cosas mal”.
Para el punto b, el ejemplo más claro nos lo ha dado en 1943 Discépolo con el tango Cambalache. La opinión pública coincide que, a pesar de ser del siglo pasado, continúa vigente como una radiografía de la sociedad argentina del siglo XXI. En sus estrofas el tango versa: “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, estafador (…) siglo XX cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. Justamente, la frase “viveza criolla” se asocia a ese ser argentino por su andar “pícaro” por la vida. La picardía en este caso, tiene que ver con indiferencia total al bien común, la aceptación de un comportamiento social anómalo y un individualismo extremo que no sigue las reglas de la moral.
Finalmente, el punto c tiene que ver con el cumplimiento de las reglas que mantienen el orden social. Ese orden prescribe pautas y reglas de conducta individual y colectiva. Este punto es muy amplio de analizar, pero debe quedar en claro que no necesariamente está asociado a la delincuencia o desobediencia de la legislación vigente (por esto, la expresión popular “hecha la ley, hecha la trampa”). La contracara de este último punto es, sin lugar a dudas, ese comportamiento llamado “viveza criolla”. Minimizar la carga negativa de esta conducta permite su reproducción y da lugar a la pérdida de confianza entre los miembros de la sociedad y la percepción de que el respeto y cumplimiento de las reglas es una desventaja.
Así como Bill Clinton popularizó la frase “es la economía, estúpido” para dar mayor entidad y enfatizar la importancia de problemas de la ciudadanía estadounidense de ese momento como el crecimiento, la inflación y el empleo en la decisión de los votantes; yo les propongo aquí que enfaticemos en la importancia de incorporar en la agenda pública y social la lucha en conta la viveza criolla y por esto, es necesario problematizarla y empezar a entenderla como sinónimo de corrupción ciudadana. Debemos como argentinos y argentinas, responsabilizarnos por las prácticas propias que alteran, trastocan, dañan, depravan y corrompen las reglas sociales perjudicando el funcionamiento eficiente y eficaz de nuestras propias instituciones (sean públicas o privadas) y afectando a la democracia y la gobernabilidad al generar inestabilidad política, económica y social.