¡Feliz día, laterales siniestros!

¡Feliz día, laterales siniestros!

Mi tía Sofía, a la que extraño mucho, en secreto me obligaba a escribir con la derecha, para que cuando fuera al colegio no pasara la vergüenza de ser zurdo frente a mis compañeritos, presumiblemente diestros, además de escribir "chancando, chancando" como decía con desagrado, haciendo referencia a que los zurdos vamos tapando y emborronando lo que escribimos a medida que avanzamos.

Así que ahí andaba yo, diligente, empuñando con la derecha mi lápiz Mongol sobre el cuaderno, totalmente incapaz de mantener las palabras sobre los renglones de una forma consistente, por no mencionar la forma horrible en que me salían las letras. Entonces, cuando ella iba a preparar los postres que le darían un lugar de privilegio en mi memoria, yo me pasaba el lápiz a la zurda para escribir cómodo.

Pero, en lugar de ir 'chancando chancando' como ella temía, aprendí a escribir derechito, con una palmer más que decente. "¿Ves qué bonito te sale con la derecha?" me decía sonriente al regreso mientras yo me fijaba más en la leche volteada con que premiaba mis esfuerzos mentirosos.

Además de lo obvio, que es usar el lado izquierdo de nuestros cuerpos de manera predominante (especialmente la mano, pero no sólo) y que somos el diez por ciento de la población mundial, los estudios científicos no llegan (todavía) a certezas sobre nosotros.

Ser diez por ciento no es poca cosa, obvio. Ochocientos milloncitos de zurdos podríamos poblar la Unión Europea o toda Norteamérica y entonces jugar a que nos admiramos de los diestros cada vez que los vemos agarrar un lapicero "¡Ala, ¿escribes con la derecha? ¡Qué loco!".

Es una cantidad equivalente a la comunidad gay, a la cantidad de diabéticos, de disléxicos, al número aproximado de hipertensos. Eso sí, cada vez somos menos visibles; más ahora que la escritura manuscrita va desapareciendo. Pero ahí seguimos, te lo aseguro, engrosando un poquito el número de los esquizofrénicos, de los autistas, de los depresivos y los ansiosos.

Pero también somos populares en las filas de los creativos, los inteligentes y los artistas o -como me gusta más- de 'los divergentes', no necesariamente porque la zurdera sea una virtud, sino porque le mete un corto circuito a las redes neuronales conectando áreas que generalmente las necesidades de la vida cotidiana no requieren.

Y entonces ¡pum!, te caes de la silla por distraído y en lugar de maldecir y sobarte el trasero se te ocurre un experimento para poner a prueba la aceleración y la ingravidez en un ascensor imaginario. Y cambias el mundo. Estoy exagerando, claro. Es bonito sentir que compartimos zurdera con Albert Einstein y con Leonardo y con Marie Curie, y con James Joyce y con Agatha Christie y con George Orwell y con Jane Goodall y con Aldous Huxley y con Judy Garland y con George Orwell y con Barbara McClintock, y con Bart Simpson y hasta con el mismísimo Friedrich Nietzsche o mejor todavía: ¡con Charles Chaplin! Pero lo bonito acaba cuando nos enteramos que los zurdos tendemos a morirnos antes que los diestros, ya sea por complicaciones sicológicas o cardiacas.

Igual, tener un rasgo minoritario que puedas conectar de alguna forma con la creatividad y la divergencia humana compensa por todas esas carpetas diestras que hemos tenido que soportar en el colegio y la universidad, por las preguntas idiotas que algunos nos hacen y por los intentos fallidos de mi tía Sofía de llevarme por el buen camino cuando era un crío. Pero la recompensa mayor tiene que ver con el vocabulario, que nos define representantes de 'lateralidad siniestra'. ¿Qué más cool que eso?

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