Identidad y futuro de Europa

Identidad y futuro de Europa

La identidad, como la dignidad o la libertad, son conceptos que siempre me resulta complicado definir bien. Estos conceptos son muy humanos, y por lo tanto sujetos a nuestra complejidad y subjetividad. Y sin embargos, son conceptos que consideramos fundamentales en una vida humana plena.

¿Qué significa ser español, o madrileño, o carabanchelero, o del Atleti (así escrito, que da más sabor identitario)?

Solemos acudir a hechos históricos, lingüísticos y culturales como señas definitorias de la identidad, y, sin embargo, la historia tiene un efecto limitado sobre nuestra identidad actual, sobre todo enfrentada a nuestras necesidades actuales (ganarnos la vida, proteger la seguridad de nuestros seres queridos, cuidar nuestra salud…). Si nuestro posicionamiento identitario favorece una respuesta positiva a alguna de estas necesidades, la interpretación de nuestra historia puede variar.

Además, según el periodo histórico y la lectura que se quiera hacer de él, es relativamente sencillo hacer que nos valga lo mismo para defender una identidad o la contraria. Como decía Groucho: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. Pues con la interpretación de la historia, igual. Según quien estudie y nos cuente la historia, la interpretación puede servir a una visión o la contraria, de nuestra identidad presente. La vandalización de la estatua de Cervantes en San Francisco, a raíz de las movilizaciones de “Black Lives Matters” en 2020, me parece un buen ejemplo. Qué pensaría el pobre Cervantes, que fue cinco años preso en Argel, tras que su embarcación fuera raptada por piratas africanos a su vuelta como soldado desde Roma, si viera que su figura se utiliza como icono de la supremacía y el abuso de poder racial.

Si acudimos a la lengua, la cosa se complica aún más. Porque la lengua es patrimonio único de sus usuarios. Las Reales Academias de la Lengua puedan pulir y dar esplendor. Los gobiernos y lobbies pueden crear leyes que impongan el uso de una lengua concreta en un ámbito oficial. Pero en la cocina de cada casa, cuando una madre susurra reflexiones a su bebé mientras le da el pecho, o cuando un empresario cierra una venta a un cliente en una reunión, la lengua que se utiliza es una decisión totalmente libre e individual por las personas implicadas, y si estas deciden utilizar el esperanto, no hay Academia, Gobierno o estamento, capaz de prohibir su uso. La lengua es un ente vivo que solo se mueve en una dirección, el futuro, y solo bajo una fuerza motor, sus hablantes y sus intereses comunicativos.

La cultura podría ser la siguiente tentación, pero aquí me acuerdo de Otegui en el documental de La pelota vasca, la piel contra la piedra (Julio Medem, 2003), abominando de que en Lekeitio los jóvenes pudieran hablar inglés, comer hamburguesas o «funcionar por internet». La cultura es tan maleable y cambiante como la lengua, y responde a gustos, necesidades y emociones en general de los grupos humanos que las viven. La cultura es una vivencia libre, liderada por cada nueva generación que ejerce su libertad, dando rienda suelta a sus gustos individuales y colectivos. Las generaciones senior, solo podemos abrazar los nuevos movimientos culturales o hundirnos en el mar de las tradiciones caducas abrazados a nuestra playlist de éxitos de los 90.

No me valen. Todas estas señas están presentes en la identidad individual y colectiva. Son importantes, nos marcan, nos construyen, pero no son decisivas. Son condiciones necesarias, pero no definitivas. Tengo un buen amigo en Milán con el que identifico mucho más que con mi vecino de en frente.

La identidad de los colectivos es la definida por un relato común. Y ese relato bebe de muchas fuentes. De la historia, la cultura y la lengua también, pero sobre todo de la fuente principal de la vida: el futuro.

Es el futuro y no el pasado, el principal modulador de nuestra identidad. La historia se reescribe en función de nuestros intereses futuros. La lengua se pone al servicio de lo que queremos conseguir para un futuro mejor. La cultura se arrodilla ante la moda y los gustos de cada nueva generación. El lugar de donde venimos tiene importancia, pero está siempre al servicio del lugar a dónde vamos.

La identidad es un concepto que despierta mucha controversia porque depende de lo que queremos ser, mucho más que de lo que fuimos alguna vez. La vida va de ir a un sitio, y no llegar nunca.

Quien domina el relato del futuro define nuestro presente.

Las sociedades exitosas son aquellas capaces de construir un relato de futuro ilusionante. Aquellas que coinciden en una visión. Aquellas que van a un sitio. No aquellas que tienen un pasado glorioso. Roma surgió de los asentamientos de tribus latinas, sabinas y etruscas, un entorno sin ningún pasado glorioso conocido (las siete colinas en la confluencia entre el río Tíber y la Vía Salaria), y a partir individuos que reniegan de sus anteriores tribus sin pasado relevante alguno. Y, sin embargo, Roma se impone por una visión ambiciosa de futuro. Una arrogancia creativa que construye un nuevo relato. Un nuevo relato que bebe del pasado (como el de ese origen legendario de Eneas, hijo de Afrodita, que huye de Troya, y construye una nueva descendencia con la intervención facilitadora de su madre) pero solo para legitimar simbólicamente su verdadero poder, su intención de liderar el mundo conocido en los siglos futuros.

Quienes somos es menos importante que quienes queremos ser.

Si me preguntáis cual es mi identidad, dudaré durante un buen rato hasta terminar diciendo que soy español y europeo. Y dudaré, porque tengo clara la historia de mis antepasados más recientes (españoles) y de los habitantes del territorio que habito hoy (el centro de la Península Ibérica); historia que conozco porque hablo una lengua similar a la que se ha hablado en este territorio durante los últimos siglos desde la reconquista (el castellano); lengua común sobre la que se vehiculiza una cultura que comparto y con la que convivo desde mi infancia. Pero dudaré, porque de dónde vengo es importante, pero lo es aún más lo que quiero para mi y mis seres queridos en el futuro. Dudo si un proyecto país es hoy en día suficientemente potente para enfrentarse a los retos geopolíticos y socioeconómicos que vamos a enfrentar. Pienso que para los ciudadanos europeos solo una estrategia transnacional europea puede afrontar esos retos con suficiente fuerza. No reniego de dónde vengo, me focalizo en dónde vamos y por ello creo que nuestra identidad europea empieza a ser la más relevante para nuestro futuro.

Qué más da si los símbolos de esa identidad son de un color, suenan con un himno decimonónico o huelen a sofrito de cebolla y ajo. Qué mas da si esa identidad se llama española, lo importante es que sea esperanzadora. Reconstruyamos nuestra identidad no desde lo que fueron nuestros antepasados más directos, si no desde el lugar al que queremos ir.

Qué pena que la Diosa Europa no se llamara Esperanza.

Ricardo Curti

Arquitecto consultor en conceptos y diseño de espacios de trabajo para los próximos años - AECOM Certified Project Manager - Profesor Titular en la Universidad Torcuato Di Tella

8 meses

Al contrario que con Nixon, ahora Europa sí tiene un número telefónico...

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