La "amenaza" del atraso cambiario

La "amenaza" del atraso cambiario

La política económica del nuevo gobierno ha sido objeto de muchas críticas en los últimos meses. Sin embargo, hay una en particular que se escucha mucho: Argentina se ha vuelto demasiado cara en dólares, y por lo tanto el actual ritmo de devaluación es insostenible.

La lógica que existe detrás es simple, y se corresponde con lo que en la teoría económica se denomina “el enfoque elasticidades de la balanza de pagos”. En esencia, esta teoría traza una línea directa entre un encarecimiento de la economía con respecto al resto del mundo, y los problemas en las cuentas externas. La idea es que ese encarecimiento genera 2 cosas; por un lado, aumenta nuestro consumo de bienes producidos en el resto del mundo (puesto que estos se vuelven relativamente más baratos) y tanto residentes como no residentes demandan menos productos producidos localmente, lo que deprime los niveles de actividad económica. A fin de cuentas, aumentarán las importaciones, caerán las exportaciones, y consecuentemente empeorará la balanza comercial y la cuenta corriente del país (que no es más que la suma de balanza comercial y las rentas derivadas de nuestras operaciones con extranjeros). Si este desequilibrio persiste lo suficiente, y no existe un flujo de ingreso de capitales externos que lo financie, tendremos un desbalance entre los dólares que entran y los que salen de la economía, perderemos reservas, y eventualmente sufriremos un episodio de deterioro en las expectativas y volatilidad cambiaria.

El enfoque de elasticidades entonces entiende al resultado de la balanza comercial como una función del tipo de cambio real (esto es, de que tan caros somos relativo al resto del mundo), y parece ser predominante entre los argentinos; es el que más se predica, y el que más frecuentemente se utiliza para explicar las crisis externas que plagan nuestra historia reciente. Pues claro, mirando hacia el pasado la correlación es clara; desde el fracaso de la tablita de Martinez de Hoz, hasta la crisis externa de la era Macri, pasando por la implosión de la convertibilidad, siempre encontramos importantes apreciaciones del tipo de cambio real que preceden el colapso de estos programas.

Esta es la lógica que hoy lleva a tantos colegas a argumentar que resulta peligroso mantener una depreciación del 2% mensual luego del fogonazo inflacionario que experimentamos los últimos meses; en poco tiempo, la inflación ya habrá prácticamente equiparado la devaluación acumulada desde que asumió el nuevo gobierno, y volveremos a estar “atrasados”. Se argumenta entonces que para recuperar la competitividad de nuestras exportaciones, y evitar un nuevo episodio de atraso y pérdida de reservas, es preciso volver a acomodar el tipo de cambio. Estas son las premisas y las conclusiones que hoy se encuentran arraigadas.

Sin embargo, existen otros enfoques para entender las fluctuaciones de las cuentas externas de un país, que hace décadas se han establecido en la academia como los más generalmente aceptados: el enfoque absorción, y el enfoque monetario de la balanza de pagos. Cada uno se basa esencialmente en una identidad contable. El enfoque absorción nos dice que el resultado de la cuenta corriente no es más que la diferencia entre los ingresos y los gastos a nivel agregado de la economía. El enfoque monetario, por otro lado, mira más allá del resultado de la cuenta corriente; nos dice que cuando el banco central inyecte en la economía más dinero que el que el público desea conservar en sus balances, entonces ese excedente tendrá como reflejo una pérdida de reservas extranjeras (a menos que existan restricciones sobre el mercado de capitales, en cuyo caso se verá un poco en pérdida de reservas, y otro poco en aumento de brecha e inflación doméstica). Armados de estas dos identidades contables, uno puede comprender desde otra mirada las recurrentes crisis externas que hemos sufrido.

Históricamente, hemos tenido ciclos de incremento en los flujos de divisas al país, sea por mejores términos de intercambio, por una relajación en las condiciones de financiamiento globales, o una mezcla de diversos factores. Estos flujos permitieron financiar una expansión en la demanda agregada, tanto del sector público como del sector privado (aunque nos consta que el principal derrochador siempre ha sido el mismo), generando el deterioro de la cuenta corriente. Claro que en estos ciclos la demanda de bienes y servicios domésticos también aumenta, lo que impulsa el crecimiento económico, pero también presiona los precios al alza; dado un tipo de cambio que se intenta mantener relativamente estable, esto lleva a un encarecimiento de la economía medido en dólares, o lo que es lo mismo, una apreciación del tipo de cambio real.

Cuando las condiciones externas cambian o se da una pérdida de confianza en la sostenibilidad del programa por la razón que sea, los flujos de capitales que financiaban el desequilibrio entre ingresos y gastos comienzan a revertirse. La demanda de activos en pesos de parte del público se deteriora, y dada la usual reticencia de la clase política por ajustar su gasto a las nuevas condiciones de financiamiento, el déficit y la emisión continúan. Esto redunda en un aumento en la brecha entre los pesos inyectados al mercado y los que el mercado desea tener, llevando a la pérdida de reservas. Eventualmente, devaluamos la moneda, en medio de un profundo deterioro en las expectativas, y vemos como mejora la cuenta corriente. Automáticamente, atribuimos el restablecimiento del equilibrio externo al abaratamiento de la economía en dólares, y la recuperación de la competitividad de nuestras exportaciones. Sin embargo, la historia muestra que estos ajustes se dan principalmente gracias al fuerte deterioro de las importaciones propio de la recesión y la contracción de la demanda agregada, mientras que las exportaciones solo se recuperan muy marginalmente. El verdadero origen de las crisis externas siempre ha sido el mismo; gastar de más y de manera ineficiente cuando el mundo nos financió, sin preocuparnos por estar preparados para cuando dejaran de hacerlo. Los saltos devaluatorios son una herramienta para socializar el ajuste de cuentas que se resistió a hacer un sector en particular.

La crisis de la convertibilidad es un ejemplo claro de la obsesión argentina con el tipo de cambio real. No faltará economista que argumente que los años de fuerte recesión que precedieron la caída del programa se debieron al atraso cambiario que generó el tipo de cambio fijo. Eso nos indicaría el enfoque de elasticidades. Sin embargo, una mirada más completa de la coyuntura permite entender la crisis de otra manera. Previo al comienzo de la caída en actividad, tanto analistas locales como extranjeros ya predicaban la insostenibilidad del esquema cambiario. El déficit de cuenta corriente no se veía simplemente como la contrapartida del financiamiento de inversores externos, sino como evidencia de la necesidad de recuperar competitividad frente al resto del mundo. La crisis financiera en Rusia y la devaluación del real brasileño a fines del siglo acentuaron estas críticas, y todo esto contribuyó a que los ingresos netos de capitales al país comenzaran a reducirse dramáticamente. Esto forzó al sector público a financiar internamente una porción creciente de su déficit fiscal, lo que redundó en una caída del crédito al sector privado. Es en este contexto que se consolida una caída en la demanda agregada y en el empleo, que nada tuvo que ver con la competitividad de las exportaciones argentinas. Cambiaron las condiciones, y la economía automáticamente se vio obligada a apretar el cinturón. Así es como la cuenta corriente pasa de un déficit superior a los 16 mil millones de dólares en 1998 a un superávit a fines del 2001, antes de cualquier salto en el tipo de cambio.

El plan económico de este gobierno cuenta con dos etapas, una de estabilización, y una de reformas estructurales que deberán apuntalar el crecimiento en el largo plazo. La fase de estabilización se sostiene a partir de 3 pilares fundamentales. Los primeros dos son el ajuste fiscal y el ajuste monetario. El enfoque absorción nos dice que en una economía en la que el sector público elimina el déficit, y el sector privado también se ve, por lo menos inicialmente, obligado a ajustar sus gastos, a la vez que los sectores agrícolas y energéticos impulsan los ingresos, la cuenta corriente será superavitaria. El enfoque monetario nos dice que al licuar fuertemente el valor real de las tenencias de pesos del público y llevar a 0 la emisión, cualquier recomposición de estas tenencias por parte del mercado tendrá que darse vía venta de divisas al banco central. Es en este contexto, en el que el peso se ha vuelto un bien escaso por primera vez en la memoria reciente, que debe entenderse la fuerte acumulación de reservas de los últimos meses, así como la rápida compresión de la brecha. Hay por supuesto quienes argumentan que esto se explica gracias al cepo, y el hecho de que un 20% de las liquidaciones de las exportaciones se realizan en el mercado CCL. Si esta es la explicación, resulta curioso que bajo las mismas condiciones la gestión anterior haya enfrentado una pérdida irrefrenable de reservas, y una brecha cambiaria que alcanzó el 180%. Es un error conceptual considerar que en una economía sin pesos y con la demanda agregada deprimida lo único que está evitando un salto en la demanda de dólares y una pérdida de reservas son las restricciones cambiarias.

La tercera y última pata que sostiene la estabilización es sin dudas el ancla cambiaria, por supuesto dotada de credibilidad gracias a las 2 patas ya mencionadas. Con la excepción del episodio de salida de la convertibilidad, todos los saltos devaluatorios que se aplicaron con el objetivo de “corregir el atraso cambiario” fueron traspasados a mayor o menor velocidad casi enteramente a precios dentro de lo siguientes 12 meses. Argentina solo ha logrado ser significativamente más barata que en la actualidad en medio de procesos de fuerte volatilidad y salida de capitales. La historia nos enseña que en una economía sin moneda propia, poco hacen las devaluaciones más que generar descalabros patrimoniales, y disparar una nueva ronda de ajustes de precios. Si la competitividad se lograra a fuerza de saltos devaluatorios, a esta altura seríamos el país más competitivo del mundo. El plan Milei podrá tener sus cuestionamientos, pero debe quedar claro que el atraso cambiario no debe ser uno de ellos, y que no es una calibración del tipo de cambio real lo que nos ahorrará crisis externas en el futuro. En esta etapa, la acumulación de reservas dependerá esencialmente de la capacidad que tenga esta gestión de mantener la disciplina fiscal y monetaria. Un mayor colchón de reservas permitirá gradualmente levantar las restricciones cambiarias con mayor seguridad, y a partir de aquí es donde tendrán que entrar en juego las reformas estructurales, apuntando primordialmente a una apertura de la economía, una reforma laboral y una disminución en la presión impositiva. Estas reformas, en conjunto con el abaratamiento del crédito producto de la baja en el riesgo país, mejorarán la competitividad argentina de manera mucho más profunda y sustentable que cualquier salto devaluatorio.

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