La comunicación en tiempos de crisis
Solo hace falta abrir un libro de Historia para darse cuenta que la comunicación ha sido clave a lo largo de los siglos, siendo la herramienta colectiva de transformación de la realidad utilizada por decenas de pueblos y civilizaciones en el imparable avance de la Humanidad.
Desde su capacidad de conducir el progreso científico frente a sus detractores (el eppur si muove de Galileo frente al Santa Inquisición), documentar la barbarie y el genocidio (con obras como Si Esto Es Un Hombre de Primo Levi) o abrir grietas en dogmas inquebrantables (como las 95 tesis de Martin Lutero clavadas a la entrada de la iglesia de Wittenberg), el cómo y por qué nos comunicamos ha marcado buena parte de la Historia, enriqueciendo grandes de sus pasajes y haciendo de personas comunes capítulos completos que hoy leemos y admiramos por su valentía y coraje.
Sin duda la comunicación ha acompañado grandes de las decisiones de la Historia y su papel cobra hoy en día más importancia si cabe en una época de fake news, discursos de odio y sobresaturación informativa. El siglo XX, que vio algunos de los momentos más tensos de la Humanidad, es buena prueba de ello, por eso he querido rescatar el discurso que el presidente de los EEUU John Fitzgerald Kennedy pronunció en la ciudad de Berlín, en uno de los puntos más críticos de la Guerra Fría, del que hoy se cumple su 59º aniversario.
Como siempre, algo de contexto
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial las cuatros potencias vencedoras de la contienda - UK, Francia, EEUU y URSS - decidieron repartirse en el territorio del extinto III Reich como medida de disuasión hacia el control total del país por otro país y, al mismo tiempo, con la vista puesta a las tensiones que la Guerra Fría habría de recoger a lo largo del planeta entre EEUU y la URSS.
En medio de este juego político y militar estaba la ciudad de Berlín que, como capital de Alemania, se erigía como la joya de la corona del reparto del territorio de la Europa continental. La decisión de dividir la ciudad también en 4 sectores, pese a caer del lado soviético, dejó patente que no tardaría en convertirse en una manzana de la discordia para las grandes potencias.
Tras el fallido Bloqueo de Berlín (1948-1949), en el que por orden de Stalin todos los accesos terrestres a la ciudad fueron cortados, impidiendo el abastecimiento de víveres y medicinas, y que solo fue roto por el aprovisionamiento por vía aérea de los sectores occidentales, la URSS no cejó en su empeño de asfixiar a la ciudad.
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El orden de las cosas se hubiera mantenido en esa calma tensa de no haber sido porque en 1961 las autoridades de la RDA comenzaron a construir el conocido como “Muro de Protección Antifascista”, que en vez de proteger a los alemanes del sector oriental de la llamada amenaza capitalista, buscaba prevenirles de huir hacia el Oeste: había nacido el Muro de Berlín.
Y en esas, un discurso que lo cambiaría todo
El 26 de Junio de 1963, con la tensión disparada, el presidente de los Estados Unidos llegaba a Berlín para pronunciar uno de los discursos que marcaría la Guerra Fría: Kennedy estaba deseoso de ganarse el apoyo de las naciones europeas - que se habían sentido abandonadas tras el fin del Plan Marshall por el avance del comunismo en países como Hungría o Checoslovaquia - pero a la vez conocedor de los términos y límites acordados con la URSS en la Conferencia de Postdam, donde se especificaba que Berlín caía del lado soviético. Por un lado, la posición de EEUU como salvaguarda del mundo libre había de prevalecer, pero un fallo de cálculo podía empujar al planeta al borde de la catástrofe nuclear, tal y como había ocurrido un año antes con la Crisis de los Misiles de Cuba.
Ante una multitud que abarrotaba el centro de la capital, el líder americano, con unas sencillas palabras, consagró consagró su causa y consiguió identificarla con la realidad de un país que solo conocía por los informes de sus asesores, a la vez que mostraba a sus aliados - y a sus propios enemigos - el poder de persuasión de los EEUU en la defensa de sus convicciones. La primera parte de ese discurso se hacía un hueco en la Historia ante la proclama de Kennedy de que él también era berlinés:
"Hace dos mil años el alarde más orgulloso era "Civis Romanus sum”. Hoy, en el mundo de la libertad, el alarde más orgulloso es “Ich bin ein Berliner”. ¡Agradezco a mi intérprete la traducción de mi alemán! Hay mucha gente en el mundo que realmente no comprende, o dice que no comprende, cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. Dejad que vengan a Berlín. Hay algunos que dicen que el Comunismo es el movimiento del futuro. Dejad que vengan a Berlín. Y hay algunos pocos que dicen que es verdad que el Comunismo es un sistema maligno pero que permite nuestro progreso económico. Lasst sie nach Berlin kommen, dejad que vengan a Berlín."
Es el ya conocido “yo soy berlinés”, que unido a su invitación a visitar la ciudad a aquellos que aún dudaban sobre los dos modelos hegemónicos del siglo XX, se convirtió en uno de los mayores eslóganes del mundo libre, consiguiendo unificar las opiniones del bloque occidental, que salía reforzado con la creación de este relato, mientras que la URSS veía como se ponía límites por primera vez a su expansión ideológica por Europa. Así, en un momento en el que las ojivas nucleares de ambos países se apuntaban con escaso margen de maniobra, el golpe de mano de los EEUU garantizó un equilibrio de poder que, a la postre, libró al mundo de un fatal enfrentamiento. Curiosamente, el acumulamiento de armas y arsenales que ambas potencias hicieron desde entonces fue uno de los motivos de que la URSS, ahogada por su elevado gasto militar, entrara en una crisis económica y política que acabaría con su desaparición en 1991. En Berlín, dos años antes, el muro que se había construido separando a familias y vecinos ya estaba derruido.