Breve historia de la hiperinflación alemana

Breve historia de la hiperinflación alemana

Escribir, como casi cualquier actividad, consiste en recopilar información, procesarla, entender las particularidades propias – internas, externas, de opinión – del tema que se va a tratar y, a la postre, tratar de condesar esas horas de trabajo en un texto, más breve, más largo, que produzca una satisfacción intelectual, de aprendizaje y entretenimiento, a la persona que lo consume.

En muchas ocasiones, al redactar, uno pelea consigo mismo en exceso preguntándose si está dando demasiado detalle, si los puntos que ha elegido para desglosar un tema son los que la gente espera o quiere a la hora de leer… mi política a la hora de escribir trata de evitar las circunvalaciones, quizá por el hecho de leer de manera metódica desde hace años: por eso escribo lo que a mí me gustaría leer, textos didácticos, divertidos, que narran los grandes hechos pero también las anécdotas y vivencias de la gente de a pie – esa intrahistoria de la que hablaba Unamuno – que nos permiten entender las épocas y eventos con la sensación de tener la imagen completa.

Por eso hoy me gustaría traer, por su interés y actualidad, uno de los capítulos más interesante de la historia contemporánea que parece casi obligado poner encima de la mesa: la hiperinflación que asoló Alemania tras la Primera Guerra Mundial establece luminosos puntos de conexión con el alza de precios que está experimentando Europa (y buena parte de Occidente) y sus desarrollo y consecuencias se hablan con una sociedad que, al igual que la alemana de hace casi un siglo, también sufrió la pérdida de poder adquisitivo y su impacto en todas las esferas.

Como siempre, algo de contexto

Tratando de establecer un eje cronológico lo más transparente posible, lo cierto es que la modernidad, lo contemporáneo tal y como lo entendemos ahora, desde nuestras pantallas de teléfonos móviles y televisiones conectadas a internet, nació un 28 de Julio de 1914 cuando, agotado el plazo de un mes que el Imperio Austro-Húngaro había dado a Serbia para que entregase a sus autoridades a los presuntos terroristas involucrados en el magnicidio que, 30 días antes, había costado la vida al heredero al trono, Francisco Fernando, y a su mujer en las calles de Sarajevo, las diferentes alianzas europeas accionaron sus mecanismos y fueron declarándose la guerra en cascada.

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Hasta ese momento, Europa había vivido una época de Paz Armada, en la que las potencias fueron aumentando sus reservas de armamento y mejorando las capacidades técnicas y tácticas de sus ejércitos. Aún así, lo cierto es que hasta el verano de 1914 el esplendor extractivo que las colonias francesas, británicas y alemanas brindaban a las respectivas metrópolis alejó la necesidad de un conflicto en Europa que, espoleada por el desarrollo industrial y tecnológico de comienzos del siglo XX, hacía sentir a sus ciudadanos que estaban viviendo en el momento de mayor apogeo de la Humanidad.

La declaración de guerra de Austria a Serbia forzó que el Imperio Ruso – dirigido por el zar Nicolás II – amenazase al José I de entrar en el conflicto si no cejaba su amenaza sobre el país balcánico. El Reich, con el Kaiser Guillermo II a la cabeza, instó a Rusia a retirarse pero, ante la negativa de ambas potencias, Alemania declaraba la guerra a Rusia el día 1 de Agosto. En el frente oeste, Francia veía estos movimientos con peligrosa preocupación: la demanda de Alemania a la neutral Bélgica de utilizar su territorio como vía de paso frente a Francia forzó la dimensión europea de la guerra: al entrar en Luxemburgo con sus tropas, Alemania vio como Francia pasaba a la beligerancia con Berlín el día siguiente y, dos días después, el 4 de Agosto, el Reino Unido entraba en el conflicto declarando la guerra a los Imperios Centrales – Alemania y Austria Hungría – cerrando el círculo de declaraciones de guerra.

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Tras decenas de conflictos que había desangrado al continente a lo largo del siglo XIX – desde la caída de Napoleón a las reunificaciones – Europa volvía a estar en guerra. Desde esos primeros días de Agosto, quedó claro que la economía, industrializada y moderna, habría de jugar un papel clave en el desarrollo de la contienda. Porque la guerra es, ante todo, una apuesta a futuro sobre la velocidad y la intensidad con la que los contendientes quemarán sus recursos - alimentarios, energéticos, industriales - con los que financiar cada combate.

A los pocos días del inicio de la contienda, Alemania aprobó una serie de leyes que modificaron profundamente la naturaleza del sistema bancario y monetario, dando potestad al estado para la intervención en sectores estratégicos, la emisión descontrolada de moneda, la suspensión del patrón oro o la financiación vía privada de descuentos en las letras de Tesoro emitidas por el Reichsbank a corto plazo. En otras palabras, oferta y demanda debían conjugarse para facilitar que los hombres, en el frente occidental primero y después en las estepas rusas, tenían el alimento y la munición necesaria con la que llevar a Alemania hacia la victoria.

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Sin hacer un compendio del conflicto – para eso recomiendo la Primera Guerra Mundial contada para escépticos de Juan Eslava Galán – lo cierto es que el esfuerzo militar hizo que el Reich multiplicará el gasto público hasta límites insospechados (170bn de marcos de la época) cuando los impuestos domésticos apenas cubrían el 8%, en una nación atenazada por el bloqueo marítimo y la escasez de carbón tras el fin de las importaciones continentales (esto quiere resonarme algo). Los préstamos públicos recaudaron más de 100 millones de marcos entre una población enfebrecida con el esfuerzo bélico, mientras que la deuda nacional se triplicó hasta los 156bn de marcos hacia el final de la guerra, situación que, a la postre, marcaría el devenir de la Alemania resultante tras el finde la contienda.

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El 11 de Noviembre de 1918 el Reich alemán claudicaba incondicionalmente ante las Triple Entente en un vagón de tren a las afuera de la localidad francesa de Compiègne, rindiendo todas sus posiciones ante la amenaza de una revolución interna de carácter socialista (alzamiento de los marinos de Kiel) que provocó el exilio del Káiser Guillermo II a la neutral Holanda. Estos eventos del final de la guerra, con los posteriores acuerdos de paz, labraron el terreno para furibundos deseos de venganza por parte de miles de alemanes que, engañados por sus dirigentes, estaban convencidos de que la derrota de la Alemania imperial había sido fraguada por enemigos internos (comunistas, masones, judíos) ya que los soldados no habían sido derrotados finalmente en ningún campo de batalla.

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Una nueva etapa

Este pensamiento colectivo se profundizó cuando en 1919 el Tratado de Versalles impuso a Alemania una doble condena: no solo quedaría sobre los libros de historia como la precursora del estallido del conflicto sino que, en contraprestación, debería asumir unas cuantiosas reparaciones de guerra como pago por los daños cometidos. La pérdida de Alsacia y Lorena, la ocupación del Sarre (todas ellas regiones ricas en recursos minerales) por Francia, o la pérdida de ciudades como Danzing en la cosa polaca, se unieron al desmantelamiento del ejército imperial, que atacó lo más profundo del orgullo nacional.

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Pero, sin duda, fueron los pagos económicos los que más impactaron al conjunto de la nación ya que, además de comprometer el suministro de carbón, ganado o buques mercantes, las naciones vencedoras acordaron unas reparaciones de guerra tan elevadas (132bn de marcos alemanes, unos 642bn de dólares actuales) que superaban las reservas internacionales de la incipiente República de Weimar que, desde sus inicios como una joven democracia, vio limitada la capacidad para tomar las riendas de una economía herida de muerte.

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El nuevo régimen democrático, nacido del acuerdo histórico de buena parte de los partidos moderados a izquierda y derecha del arco parlamentario, dio alas a un país que quería, lo antes posible, abandonar la inestabilidad en la que vivía instaurado. Lo cierto que es que, en esos primeros años, la economía recuperó el pulso, la industria volvió a ponerse en funcionamiento y el sector financiero, apoyado por parte de los gabinetes presidenciales, inició la reconstrucción de la economía capitalista.

Pese a ello, el avance de los extremismos, inspirados por el triunfo de la Revolución Rusa en 1917, empujó a varios sectores comunistas, encabezados por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, al alzarse en armas en la conocida como Revolución Espartaquista de Noviembre de 1919, que tensó aún más la situación y cuyo sofocamiento (al igual que la revolución de Asturias de 1934 en España) daría enteros a las aspiraciones golpistas de los sectores más conservadores de la política y del ejército.

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Aún así, el fin del reclutamiento masivo y la devaluación de la moneda hicieron que la industria se mostrase atractiva en las exportaciones al extranjero por su bajo coste, generando un clima en el que, pese al aumento de desempleo, las clases medias sentían recuperar su posición social y la mejora de las condiciones de vida tras el conflicto.

Una brizna que sacudió los cimientos

Con los acuerdos firmados en Versalles dos años antes, el 5 de Mayo de 1921, el Reino Unido ejerció su derecho y exigió a la República de Weimar el pagó de reparaciones de guerra por un importe de 2bn de marcos de oro, equivalente al 25% de las exportaciones del país.

En este contexto, y decidido al salvaguardar la unidad económica del país, el estado rehúso subir los impuestos a fin de proteger la recuperación pero, al no lograr financiación en los mercados internacionales, una ola de desconfianza recorrió el país en la que, empresarios y trabajadores, comenzaron a dudar de la capacidad del gobierno de mantener la economía a flote. Ante la imposibilidad de hacer frente a sus obligaciones, Alemania vio como franceses y belgas ocupaban la rica cuenca minera del Rühr, privando al país de buena parte de sus recursos y atacando, una vez más el orgullo nacional.

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Esta fue la gota que colmó el vaso: apoyado por un banco central que no cejó de emitir moneda casi ningún día desde la creación de la República de Weimar, el gobierno, que había garantizado créditos a empresas por un valor de 2.5bn de marcos y casi con otros 5bn al sector social, postal y ferroviario - junto a la salida de capitales y divisas respaldadas por el oro del país de manera acelerada - enfrentó el mayor de los colapsos dado que el dinero, en este punto, comenzó a perder valor frente a una inflación que inició su virulenta escalada.

Y entonces cobró vida uno de los fenómenos más dañinos para las economías modernas: dada la falta de respaldo fiduciario (oro) y ante la pérdida de confianza en las instituciones, el poder adquisitivo de los alemanes comenzó a deteriorarse, mientras el marco alemán iba perdiendo su valor de manera acelerada. La hiperinflación había irrumpido en la vida de los alemanes.

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A comienzos de 1923 la escalada de precios hizo que los salarios no fueran capaces de costear los gatos básicos de una familia media:

  • Una barra de pan pasó de costar 250 marcos a 200.000 millones (200bn).
  • Un periódico, que costaba 1 marco en Mayo de 1922, costaba aproximadamente 70 millones apenas un año después.
  • Los trabajadores cobraban dos veces al día, aprovechando la pausa de la comida para acudir a los comercios, muchas veces a comprar bienes que no necesitaban pero que intercambiarían mediante el trueque.
  • Los restaurantes, dado el alza de precios casi diaria, negociaban el precio de las comidas antes de que el comensal se sentase en la mesa.

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El dinero tenía tan poco valor que la gente lo usaba para calentar las estufas o empapelar las paredes, ya que era más barato que la mayoría de bienes domésticos. Un chiste de la época bromeaba sobre unos ladrones que había asaltado a un grupo de trabajadores al salir de una fábrica, cargados con el dinero de sus salarios en dirección al mercado: tras amenazarles, los ladrones se llevaron las maletas y carretillas donde cargaban el dinero, dejando los billetes intactos.

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La historia nos enseña que esta situación tuvo un profundo impacto en la vida de los ciudadanos de a pie, tanto en sus bolsillos como en la percepción de la vida y las expectativas de mejora que la democracia supuestamente había de traerles tras el fin del conflicto, influyendo de manera fatal en los siguientes acontecimientos.

Una cervecería del centro de Münich

La historia de Europa habría sido muy distinta de no ser por los eventos que, en Noviembre de 1923, tuvieron lugar al sur de Alemania. Muy distinta porque lo que allí ocurrió convenció a un hombre de que los métodos para llegar al poder tenían que refinarse, siendo la violencia política un vehículo más de su ascenso, sin olvidarse de la propaganda, la extorsión y el fanatismo. Hablamos, por supuesto, de Adolf Hitler.

El soldado alemán herido en el frente occidental había conocido en una cama de un hospital como el Reich que tanto amaba había claudicado ignominiosamente ante las potencias de la Entente. Con la llegada de la democracia, el ascenso del marxismo ruso y el pago de las reparaciones de guerra, Alemania se había convertido en un mero vástago de Francia e Inglaterra, algo que el joven Hitler repudió desde sus inicios.

Unido a un grupo de correligionarios que le seguían por la región de Baviera, Hitler fundó el NSDAP – conocido como partido nazi – y alzó su voz frente al Tratado de Versalles, la inestabilidad política de la República y su incapacidad para garantizar la vida de los alemanes de a pie, favorecido por un entorno de crisis económica e hiperinflación que había lanzado a las masas sin billete de vuelta hacia las posiciones más extremistas.

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Durante todo 1922, paramilitares nazis (dirigidos por el Ernt Röhm, otrora líder de la todopoderosas SA y asesinado en 1934 en la Noche de los Cuchillos Largos) hicieron frente a la policía, los sindicatos y los pistoleros comunistas, en un ambiente de violencia política que dejó cientos de muertos por todo el país. Mientras contribuía a ese clima de inestabilidad, Hitler negociaba con el resto de partidos de ultraderecha de Baviera, así como con militares y cargos políticos conservadores, sin acabar de convencerles de la necesidad de acabar con la democracia parlamentaria por medio de un golpe de estado.

Abandonado por sus potenciales socios y con el apoyo de una creciente militancia (+50.000 afiliados al partido nazi tras la ocupación del Rühr), Hitler decidió acometer su golpe (pustch) entre los días 6 y 7 de Noviembre de 1923, saliendo a las calles de Munich finalmente el día 8 de Noviembre, quinto aniversario de la proclamación de la República de Weimar.

La logística del golpe triunfo en los primeros instantes: tras detener a varios miembros del gobierno bávaro en la famosa cervecería Bürgerbräukeller, Hitler declaración la revolución nacional e instó a sus seguidores y a la población en general a tomar los cuarteles policiales y del ejército. Lo que en un principio fue un éxito, vio como se agotaban sus posibilidades de triunfo con el paso de las horas. Dado que la planificación había sido escasa, las tropas nazis no ocuparon los edificios públicos de correos, telecomunicaciones, prensa o ferrocarriles con rapidez, por lo que las noticias del golpe de estado corrieron a Berlín, donde el gobierno actúo enérgicamente y con rapidez para sofocar la revuelta.

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Caídos en desgracia, el juicio que se inicio en 1924 demostró como una parte de la judicatura, a la par que de la opinión pública, respaldaba de manera explícita a Hitler y sus hombres, por lo que las penas de cárcel no fueron muy elevadas (5 años para Hitler, apenas meses para colaboradores como Röhm). Además el juicio, dada la falta de dureza de la acusación, sirvió de plataforma para Hitler, que aprovechó la ocasión para denunciar el contubernio de fuerzas anti-alemanas que se habían conjurado para hacer fracasar su movimiento restaurador.

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Habrían de pasar nueve años de frágil democracia para que Hitler, que aprovechó su tiempo en prisión para cristalizar su pensamiento en su obra “Mein Kampf” (“Mi Lucha”), se hiciera con el poder y, en plazo de unos meses, revirtiera el orden constitucional, haciéndose con el control absoluto del país y erigiéndose como Führer (caudillo al estilo de los césares romanos).

Cómo salir de la espiral

En este contexto de crisis y revolución, el ejecutivo de la República, dirigido por el centrista Wilhem Marx, se decidió a acometer la reforma económica y monetaria, tan dolorosa, que el país necesitaba. Lo cierto es que los medios para reestablecer la situación del país son aún motivo de estudio dado que, en la actualidad, nuestras economías globalizadas, interconectadas y basadas en la tecnología de la información difícilmente podrían introducir cambios tan drásticos con aquella celeridad.

Lo cierto es que la falta de respaldo de la moneda – en el fondo por una pérdida de confianza en las instituciones – había explicado el rápido ascenso de la hiperinflación, por lo que el nuevo gobernador del Banco Central, Hjalmar Schacht, propuso la introducción de una nueva divisa, el Rentenmark, que estuviera respaldada por el oro y una hipoteca de propiedades y producción industrial (percusora de las backed securities) por un valor de 3.200 millones de Rentenmark.

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Lo que sin duda era una apuesta arriesgada tuvo un éxito repentino dado que la población ansiaba estabilidad en el cobro y pago de sus gastos, por lo que abrazó la nueva divisa con normalidad, abandonando paulatinamente el antiguo Reichmark, a medida que empresarios y administraciones denominaban su actividad en la nueva moneda dada su seguridad. Así, para comienzos de 1924, el tipo de cambio entre el Rentenmark era de 4.2 dólares estadounidenses, haciendo parecer el período hiperinflacionario nada más que una lejana pesadilla.

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Apuntes finales

La decisión de estabilizar la economía con la introducción de una nueva moneda su unió a un profundo cambio en el gasto público, ya que el funcionariado se redujo en un 25% y las prestaciones sociales y por desempleo desaparecieron en la práctica. La economía resurgió lo suficiente como para garantizar la democracia y esplendor de Berlín como centro cultural, hasta que la crisis de 1929 hirió de muerte a la industria alemana, acelerando el proceso de deterioro social que llevaría a los nazis al poder en 1933.

En ese contexto, Hjalmar Schacht, salvador de Weimar con la introducción del Rentenmark, tomó la cartera de economía y de nuevo la de gobernador del banco central hasta 1937, apoyando las medidas de gasto descontrolado de Hitler y la destrucción de la propiedad privada para amplias capas de la sociedad (en especial de los judíos). Opuesto a la política armamentística del Führer, fue revocado de su cargo y acusado de participar en el complot que trató de asesinar a Hitler en 1944, aunque fue liberado al final de la guerra y no recibió condena alguna en los Juicios de Nüremberg.

A modo de resumen, la hiperinflación que asoló Alemania durante 1923 dejó una profunda cicatriz en su población y en la de la historia económica, que suele volver a ella en momentos de aguda crisis para tratar de entender cómo y por qué responden la oferta, demanda, población e industria a shocks tan profundos. El ejemplo de la crisis de deuda soberana de 2011 ya sirvió para entender el profundo por qué de algunas de las medidas que Berlín forzó a tomar a países como Grecia, por ser buena conocedora del riesgo que tenía la desaparición de la confianza en las instituciones. En la actualidad, en un entorno de guerra e inflación, me gustaría pensar que relatos como éste que acompaña a estas palabras han de servirnos para entender las dinámicas subyacentes a los grandes eventos económicos, dando algo de humanidad a las decisiones que tomamos, no solo por las soluciones, mejores o peores, que podamos obtener a los problemas que enfrentamos hoy, sino por el impacto que pueden llegar a tener en las generaciones futuras. 

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