La confianza y lo intrínseco para construir el futuro que viene
“El hombre es un lobo para el hombre”. Aquella máxima de Plauto que popularizara Hobbes muchos siglos más tarde ha sido y es motor y pilar de nuestras sociedades a lo largo de la historia. Vivida como pecado original e inconfesable, camuflamos y escondemos esta circunstancia con retórica variada, con instrumentos administrativos, con legislaciones correctoras que intentan tamizar una realidad si cabe hoy más presente que nunca.
Normas, leyes, contratos sociales intentan encontrar un espacio de convivencia que acote y regule nuestros comportamientos. Y en todo ello subyace siempre la evidencia de la desconfianza, de que nos tememos más a nosotros mismos que a nada en el mundo. Necesitamos eclipsar la luna llena que nos transforma en ese “lobo” hobbesiano. Tan imbricado está ese temor que apenas nos damos cuenta. La desconfianza se convierte, de esta forma, en el eje y pivote que vertebra nuestra sociedad.
Habitamos una cultura que interpreta que cualquier movimiento del ser humano ha de venir precedido de un incentivo. Hemos de ser constantemente incentivados. El problema emerge cuando es la desconfianza la que domina nuestra perspectiva sobre la especie humana y su comportamiento a la hora de crear esos incentivos. Esa desconfianza sobre dimensiona nuestro gen egoísta, y en esa magnificación, lo acrecienta y refuerza a base de incentivos extrínsecos. No confía en un hombre capaz de actuar por aquello que es intrínseco e intangible, sino que solo confía en un actuar por lo material, por lo extrínseco, por lo que le es dado desde fuera. Y en esa dinámica, lo extrínseco, que es limitado, nos hace divisar un mundo escaso, un mundo en el que hay que competir por cobrarse una pieza. Una llamada directa a nuestro “lobo” interior. Un escenario donde quien decide no competir es mirado con recelo en el mejor de los casos, o tachado como vago y como inútil, como alguien no productivo, en el peor, para acabar siendo expulsado de la “manada”.
La desconfianza como pivote crea así hiperinflación de normativas y de leyes para domeñar ese lobo. La desconfianza deshecha la idea de que el ser humano desee trabajar aunque posea una renta garantizada, porque considera que sin el incentivo de la supervivencia (estadio básico de las motivaciones presente en cualquier ser vivo), se entregará a un laissez faire improductivo. La desconfianza alimenta el “lobo”, la desconfianza alimenta más desconfianza. La desconfianza como eje nos convierte en primitivos, en aspirantes a supervivientes, aunque eso sí, super tecnologizados. La desconfianza como pivote nos propone una invitación constante a generar dependencias, a buscar protectores y aseguradores, a crear insiders y outsiders. Tú estás dentro y tú no. Nosotros y ellos. La desconfianza acrecienta la cultura del subsidio y la estigmatización, de la injusticia y del prejuicio. La desconfianza es mentirosa porque carga las tintas sobre esos que quedan fuera, a los que culpa de su destino.
La desconfianza nos transporta al universo de lo extrínseco, allá donde somos menos humanos. Nos ubica en un ecosistema pequeño y limitado que solo da cabida a unos pocos, en el que se construyen privilegios y se destruyen dignidades. La desconfianza se camufla en el individualismo que proclama que podemos ser lo que deseemos, pero siempre y cuando no nos salgamos de lo preceptivo, que es lo productivo. La desconfianza se esconde en esa diversidad fabricada “en serie”, en ese ser distintos y diferentes únicamente de superficie, en ese ser uno mismo que se parece demasiado al “otro mismo” que tenemos enfrente.
Si se hubieran cumplido las previsiones de Keynes, en este año estaríamos trabajando escasas horas a la semana, porque la tecnología a nuestro servicio nos permitiría disfrutar de mucho más tiempo para dedicarlo a otros menesteres. Pero pivotar sobre la desconfianza nos ha llevado a lo contrario. Tenemos más tecnología que nunca, pero trabajamos como siempre o más tan solo para sobrevivir, porque lo extrínseco y la desconfianza nos llevan a acumular, a acaparar, a competir en una carrera sin fin, y a hacerlo siempre en el mismo territorio del beneficio, de lo productivo, de lo aparentemente “útil”.
La desconfianza constriñe y hace pequeño al ser humano, le lleva a su territorio más animal, más “lobo”. El buen futuro, ese que ahora tenemos oportunidad de crear, ha de construirse con la solidez de la confianza, no con la endeblez de la desconfianza. Ha de sostenerse en lo intrínseco, en eso que está oculto en las personas y que les permite expandirse y alcanzar su máxima cota. Edificar sobre la confianza es vivir, hacerlo sobre la desconfianza es tan solo sobrevivir.
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