LA GRAVEDAD Y LA GUANÁBANA

LA GRAVEDAD Y LA GUANÁBANA

Javier Herrera Palma

Hace tanto tiempo, en la época de las vacaciones escolares, era costumbre visitar la casa de la abuela. Están tan lejanos el tiempo en que sucedieron los hechos, que resulta toda una proeza el poder recordarlos aún, hasta yo mismo me sorprendo.

 

En esos lejanos días, eran las travesuras de los muchachos muy diferentes  y que en los actuales tiempos, donde los muy jóvenes, el deporte más practicado es el dedo pulgar sobre el control del televisor o solo usan la habilidad de sus dedos, para manejar los controles de algún avanzado equipo electrónico de última generación, mientras los padres por su lado,  estudian cuál de las marcas de Smartphone será su próxima adquisición, cuál ofrece mejor equilibrio precio valor, mientras la vista de los más jóvenes de la casa, permanece clavada fija, seguramente en una pantalla de regulares dimensiones que con facilidad tapiza la mitad de la pared.

 

En esa época yo no había llegado aún a los siete años y varios primos en las vacaciones de verano, nos reuníamos en casa de la abuela, para acompañar unos días a la anciana y ser debidamente “malcriados”, cualidad en la cual casi siempre lucen sobradas.

 

Muchas de ellas en aquella época, tenían una habilidad milagrosa para preparar las comidas más deliciosas, dulces, caramelos y todo tipo de golosinas, con las cuales, al regresar de nuevo a casa, había con seguridad por lo menos ganado mínimo un par de kilos.

 

Era común que los primeros en llegar, éramos Miguelito y yo, un primo que tenía la misma edad, pero que desde pequeño se caracterizó por las travesuras más ingeniosas que hicieron historia a lo largo de toda su vida y aún hoy son recordadas como verdaderos hitos en ingenio.

 

En esa oportunidad volvimos a coincidir en la llegada a las vacaciones y ya en el patio de la abuela, sembrado de árboles frutales, lo mismo que la de los vecinos, dónde Miguelito tan pronto salió le puso el ojo a un frondoso y alto árbol que estaba sembrado casi en el lindero de los dos patios, pero que pertenecía a la familia vecina.

 

Allí también llegaban otros niños a visitar a sus abuelos y en esa oportunidad ya llevaban varios días antes y muy temprano salían todas las mañanas la media docena de cominitos, a mirar a lo más alto del árbol, donde ya no crecía más por lo grande que estaba, un fruto de casi dos kilos de la deliciosa y dulce fruta tropical llamada guanábana y se escuchaba el grito de alguno de ellos diciendo “¡ya está casi madurita!”

 

Miguelito decidió en ese mismo instante lo que haría y pronunció una sentencia inapelable: ¡Primo, vamos a comernos esa guanábana! Y decidió agarrar para si el delicioso fruto, comenzando de una vez a planificar la estrategia.

 

En esa época las casas con techos altos por lo general tenían una larga vara de una planta llamada lata que le colocaban una pequeña escoba en la punta y era utilizada para limpiar la parte alta de los restos de telaraña. Debían medir por lo menos de tres a cuatro metros.

 

Un recipiente de un galón de capacidad que estaba vacío, lo amarró a la punta del deshollinador que así era llamado el instrumento y ya tenía listo esa misma tarde la herramienta para el ingenioso plan.

 

Al día siguiente, a las cinco de la mañana ya estaba Miguelito en pie susurrándome al oído, primo, recuerda la guanábana. Antes que alguno se levantara, mi primo salió al patio y en menos de lo que canta un gallo, ya estaba subido en el techo de la casa de la abuela.

 

Pásame la vara, me dijo en un susurro y desde allí fue apuntando el instrumento y bastó un ligero toque para que el fruto, completamente maduro, cayera dentro del recipiente. Ya abajo, compartimos equitativamente y a cada uno nos tocó una inmensa porción de casi un kilo del delicioso fruto.

 

Una hora después, sentimos la media docena de vecinitos salir corriendo al patio a observar y una vez más escuchamos el grito, pero esta vez exclamando incrédulos: ¡¡¡Se robaron la guanábana!!!

 

Cabe destacar, que ese día le dijimos a la abuela que algo nos había caído mal el día anterior y que esa mañana desayunaríamos más tarde…

BARRANQUILLA, 22 agosto 1.961

 

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Muy divertido y nostálgico a la vez

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