La impunidad blindada: México y la ineficacia en la destitución de políticos corruptos
La corrupción en México no es una plaga nueva, pero sí una cuya supervivencia resulta sorprendente cuando revisamos la opacidad y fragilidad de los mecanismos que deberían frenarla. Nos vendieron la idea de una democracia funcional, donde los malos servidores públicos caerían por el peso de sus propias transgresiones, y sin embargo, la realidad es un contraste absoluto: en lugar de rendición de cuentas, tenemos un sistema diseñado para proteger a los políticos corruptos, prácticamente blindándolos en sus posiciones hasta el fin de sus periodos, pase lo que pase. ¿Cuántas veces ha escuchado la ciudadanía una historia de corrupción y, con un dejo de resignación, ha pensado que nada sucederá? Esta percepción está bien sustentada, porque los mecanismos de destitución o rendición de cuentas en México son, en la práctica, meras formalidades sin eficacia.
A pesar de tener leyes que supuestamente combaten la corrupción, la estructura que permite remover a políticos de sus cargos es débil e increíblemente enredada. Si analizamos la Ley de Responsabilidades Administrativas o los marcos estatales, lo que encontramos es una serie de requisitos, procedimientos y tecnicismos que parecen redactados para complicar más la destitución que para facilitarla. Tomemos como ejemplo el caso de algunos gobernadores y presidentes municipales que han sido denunciados por enriquecimiento ilícito, desvío de recursos o incluso vínculos con el crimen organizado: aunque las pruebas salgan a la luz, los procesos para despojarlos del poder son largos, burocráticos, y están plagados de posibilidades para que los acusados se defiendan indefinidamente o simplemente se escuden tras su fuero. Este diseño laberíntico para procesar a un político corrupto, sin embargo, no es accidental; es una construcción sistemática y bien calculada para permitir que la impunidad campe a sus anchas.
En países como Suecia o Finlandia, la corrupción es combatida mediante un sistema de transparencia que no deja espacio a dudas, pero aquí, en México, las mismas leyes que deberían servirnos para castigar el mal actuar, en realidad, terminan utilizándose para proteger a quienes se dedican a saquear. En un sistema funcional, el hecho de que un político cometa una falta grave debería bastar para iniciar un proceso efectivo y expedito de destitución, pero en nuestro país, una vez electo o designado, un político puede contar con que será casi intocable. La figura del fuero, por ejemplo, creada originalmente para proteger la libertad de expresión de los legisladores, se ha convertido en un escudo perfecto para quienes buscan evadir la justicia. Si la corrupción en México parece un problema eterno, es porque los funcionarios corruptos saben que su permanencia en el poder está casi garantizada.
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Entonces, ¿cómo avanzar? Si México verdaderamente aspira a erradicar la corrupción, se necesitan reformas profundas que incluyan la eliminación del fuero y el establecimiento de tribunales especializados en ética y probidad política que puedan sancionar con celeridad. Además, sería imperativo simplificar los procesos de denuncia y remover los candados legales que dilatan la acción. La creación de mecanismos de revocación de mandato efectivos y accesibles también sería crucial, permitiendo que la ciudadanía tenga la última palabra. Pero no nos engañemos: los políticos que controlan el poder legislativo no tienen ningún incentivo para reformar un sistema que les beneficia, y eso es precisamente lo que garantiza la continuidad de la corrupción.
Es momento de que México despierte de su letargo cívico y exija cambios estructurales que devuelvan la soberanía a la ciudadanía, porque la política es demasiado importante para dejársela a los políticos. Es momento de que los ciudadanos asuman el papel de auditores de aquellos a quienes eligieron, y que demanden un gobierno donde el poder no sea sinónimo de impunidad.