LA MURALLA CHINA DEL TIEMPO
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Para sospechar cómo funciona el tiempo, o nuestra mente en el tiempo, necesitamos imaginar un muro negro, tan largo a la visión como la Muralla China, hecho de sólidas piedras unánimes que aburren la mirada a fuerza de mantener la falta de novedad, la monotonía asegurada en cada tramo.
Imaginemos ahora (monsieur Bergson ya nos advirtió que, sin sujeto, no hay tiempo posible) una persona que camina junto al muro retrocediendo lentamente sin abandonar jamás la visión de frente, es decir, sin volver la cabeza hacia atrás que sería su línea de avance en este caso. Esta persona entonces retrocede sin ver hacia donde se dirige. Solo puede mantener la mirada fija en el recorrido que ve de frente, tal como nosotros podemos ver nuestro pasado. El futuro es, para esta parábola, aquel espacio incierto donde recula y que no puede ver de ningún modo, como nosotros, que lo tenemos prohibido[1].
La vista la mantiene siempre observando el frente, oteando el espacio que abandona con cada paso. Observa con detalle cada árbol que se aleja, cada piedra, cada brizna de hierba del camino. Cuanto más se aleja, más le cuesta a nuestro sujeto divisar los detalles del paisaje que dejó atrás. Aquello que abandonó mucho antes se va perdiendo de su visión del mismo modo que lo hacen nuestros recuerdos que al principio, cuando son recientes, resultan nítidos, pero con el paso de los días —con el avance de nuestro personaje hacia atrás— los detalles se pierden, las imágenes que eran vivas y frescas vencen el brillo, se vuelven desvaídas en sus colores y paulatinamente van perdiendo las formas hasta hacerse irreconocibles como vagas sombras y bultos desconocidos.
Abrigo serias sospechas que me insinúan que la memoria humana inventa el tiempo, es la fantasía de la que se alimenta, es el fuego que hace girar sus constelaciones y planetas. La muralla impasible y aburrida está hecha por un sinfín de piedras iguales y parejas que se extienden más allá del límite de cualquier mirada, y nadie puede abarcar de un vistazo los 8850 kilómetros (algunos dicen que son 21196) que la prolongan. Quizás sea infinita y los extremos conocidos (Hus Han y Yumen Huan) sean ilusorios intervalos enhebrados a otros tramos que se continúan en tierras desconocidas.
Nuestro sujeto deberá recorrer su trayecto inverso mientras le dure la vida. Está encadenado a ese destino de dirigirse hacia lo que no conoce de antemano sino vagamente porque avanza en el camino del tiempo, que nadie sabe qué es. Sir Isaac Newton, como sabemos, propuso pensar que el tiempo era una realidad absoluta, un “algo que está allí” desde “siempre” y es como el segundo recipiente de la realidad después del espacio. Como se viera huérfano de explicaciones para rellenar las mismas dudas que nos suscitan al leer a usted y a mí esos enigmáticos entrecomillados: algo que está allí / siempre, don Isaac, que era un brillante matemático se entregó con frenesí a lujuriosos cálculos, no exentos de categorías infinitesimales para terminar encerrando su sistema entre números, que es decir entre símbolos. Pero como la contienda entre teutones y sajones es muy más duradera que la que libran Ormuz y Ahrimán, le salió al cruce Leibniz refutándolo. De paso, ya que estábamos, lo acusó de haberle plagiado el cálculo infinitesimal pero como no hubo juez que entendiera estas entelequias, la disputa legal no prosperó en los estrados judiciales.
(...) Fragmento del libro "Los sueños de la eternidad en el tiempo" (en prensa, para 2020)
www.alejandrobovino.com/
[1] Podemos conocer con certeza los detalles del último año que hemos vivido, pero desconocemos el próximo minuto que nos aguarda. Esa es la condena de Jano, el dios bifronte del tiempo que los romanos fingían venerar y tenía dos rostros, pero únicamente el del pasado estaba descubierto. El que miraba al futuro tenía una máscara.