La soledad existencial de Israel
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Criterio - junio/julio 2024
Por Julián Schvindlerman
Una gran brecha separa al modo en que la comunidad internacional y los israelíes ven a Israel y su entorno.
Para buena parte de la opinión pública mundial, Israel es un estado espartano, militarmente poderoso y políticamente abusivo, enteramente insensible al sufrimiento humanitario que inflige al pueblo palestino en tanto avanza con su campaña bélica contra el movimiento fundamentalista Hamas en la Franja de Gaza. La Corte Internacional de Justicia pondera si Israel es un estado genocida. La Corte Penal Internacional emite ordenes de arresto contra su primer ministro y ministro de defensa. Todo el sistema de las Naciones Unidas eleva un dedo acusador contra Jerusalem con cada reporte crítico, resolución condenatoria o debate adverso en cualquiera de sus foros. Muchos editoriales de prensa cuestionan sus políticas, en tanto que llamados a boicotear productos o ciudadanos israelíes se amontonan desde supermercados hasta universidades. Israel es acusado de hambrear deliberadamente a los gazatíes y de atacar a civiles palestinos con saña. El estado judío, al parecer, va camino a convertirse en un paria internacional.
Los israelíes observan este cuadro de situación con incomprensión, sino con consternación. Recuerdan que una guerra les fue impuesta por un enemigo despiadado que los atacó por sorpresa, al invadir sus fronteras y masacrar a sus hermanas y hermanos de la manera más sádica posible. Saben que Hamas está decidido a destruirlos, no a meramente doblegarlos. Comprenden que la ideología jihadista que anima a sus docenas de miles de combatientes es inflexiblemente supremacista y parte y parcela de una ofensiva más amplia contra el orden liberal global. Entienden, dolorosamente, que están enfrascados en una guerra de supervivencia, amenazados por una constelación integrista que reúne a Hamas en Gaza, a Hezbolá en el Líbano, a los Houtíes en Yemen y a otras milicias chiítas pro-iraníes en Siria e Irak; todas ellas dirigidas por ayatolás tiránicos que llevan cuarenta y cinco años predicando la aniquilación de Israel desde Teherán.
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Ven con perplejidad como sus esfuerzos concretos por preservar las vidas de los civiles gazatíes -en una guerra urbana extremadamente compleja y a pesar de los intentos de Hamas de manipularlos como escudos humanos- son denostados por la opinión pública mundial que, sólo a esta nación en guerra le exige cero bajas colaterales. No logran entender cómo, habiendo aumentado la cantidad de ayuda humanitaria enviada a Gaza (una entidad hostil) respecto de los niveles previos a la guerra, igual reciben acusaciones infundadas de provocar hambrunas masivas (la ONU debió corregir sus propias proyecciones desproporcionadas de unos pocos meses atrás). Contemplan apenados la indiferencia que el mundo entero muestra ante más de cien israelíes todavía secuestrados en Gaza y ante los más de ochenta mil desplazados internos desde el norte y el sur del país por la invasión de Hamas y los misiles de Hezbolá. Y los desconcierta la indignación moral selectiva de sus críticos. ¿Por qué nunca se quejan ante Egipto por cerrar su frontera con Gaza y encerrar así a los palestinos en una zona de guerra? ¿Por qué no reclaman a Qatar y a Turquía que dejen de hospedar a líderes de Hamas? ¿Por qué no organizan manifestaciones en las universidades del mundo libre en oposición a la República Islámica de Irán por armar, entrenar y financiar al terrorismo regional? ¿Por qué ponen el foco en Israel y sólo en Israel?
En suma, la percepción global y local acerca de Israel no concuerdan. Hamas e Israel componen un espejo roto. Lastimosamente para algunos, el punto de equilibrio no se podrá dar en un punto medio; como no lo hubo entre Hitler y Churchill, simplemente no hay equidistancia moral entre Israel y Hamas et al. Entre dos sistemas de valores tan poderosa e irreductiblemente enfrentados -una democracia liberal falible, por un lado, y un movimiento terrorista fanáticamente anti-occidental, por el otro- sólo uno de ellos puede verdaderamente -existencialmente- prevalecer. El pueblo de Israel soporta un doble padecimiento: el de estar en la vanguardia de la lucha contra el jihadismo internacional y el de ser incesantemente socavado en su gesta; irónicamente no por los secuaces de sus enemigos, sino por sus teóricos aliados, aquellos que siguen en la línea de la agresión islamista si Israel llegara a colapsar. Es todo un signo de nuestros tiempos que el antisemitismo haya aumentado dramáticamente en occidente tras la ocurrencia del peor ataque antijudío desde el Holocausto y el más grave atentado terrorista en la historia de Israel.
La brecha perceptiva se extiende al campo de la diplomacia. La familia de las naciones parece opinar que la ausencia de un estado palestino es la raíz causal de esta desagracia política y militar. Según esta corriente ideológica, si Israel permitiese la independencia palestina, la paz reinará; si cesara lo que ve como una ocupación de tierras ajenas, la violencia desaparecerá. Muchos observadores bien intencionados creen que el liderazgo palestino anhela tener un estado soberano al lado de Israel. Cada vez más israelíes están convencidos de que los palestinos desean un estado propio sobre Israel. Ellos conocen su historia: saben que el liderazgo árabe-palestino ha estado rechazando ofrecimientos de soberanía por casi un siglo ya. Lo hicieron en 1937, en 1947, en 1967, en 2000, en 2008 y hasta la actualidad. Y no, Netanyahu no gobernó Israel desde siempre. La refutación palestina al proyecto de la paz fue especialmente contra Itzjak Rabín, Shimon Peres y Ehud Barak; todas figuras del partido de centro izquierda Laborista. Los israelíes recuerdan, además, que cada repliegue territorial reciente los alejó aún más del prospecto de la paz. Israel se retiró de manera unilateral del sur del Líbano en el 2000 y de Gaza cinco años después. Desde entonces, ninguna de esas fronteras conoció ni un atisbo remoto de paz. Al contrario, las zonas evacuadas fueron rápidamente capturadas por islamistas radicales (Hezbolá en el norte, Hamas en el sur) que iniciaron varias guerras muy sangrientas contra Israel.
Entonces, los israelíes se preguntan con toda razonabilidad si pueden correr el riesgo de replegarse de Cisjordania para que se establezca un estado palestino allí. ¿Quién podría asegurarles que la historia no se repetirá? ¿Qué no serán atacados una vez más? ¿Y que cuando ello ocurra y se vean forzados a defenderse, no serán condenados, criticados y vilipendiados como sucede en la actualidad? Para peor, en este escenario potencial la amenaza sería exponencialmente mayor. Israel es aproximadamente del tamaño de Tucumán, la provincia más chica de la Argentina. En su tramo más estrecho, la distancia de Cisjordania al Mar Mediterráneo es de menos de quince kilómetros. Israel no posee profundidad estratégica. No tiene margen para el error, sea este diplomático o militar. Si sus vecinos fueran finlandeses, presuntamente podría asumir un riesgo calculado. Con sus actuales vecinos palestinos -quienes apoyaron en más del 75% la invasión salvaje de Hamas del 7 de octubre y cuyo gobierno de Mahmoud Abbas todavía no la condenó- el riesgo calculado pasaría a ser una apuesta irracional. Y sin embargo, Noruega, Irlanda, España y otros países están buscando forzar sobre Israel el reconocimiento de un estado palestino… que para los israelíes, además de ser peligroso, es una recompensa inmoral a la intransigencia política y al terrorismo jihadista.
Casi un cuarto de siglo atrás, cuando Israel se hallaba inmerso en la agitada segunda intifada palestina tras el colapso del proceso de paz, un columnista del Washington Post notó que Israel no era odiado por sus enemigos del Medio Oriente debido a sus acciones, sino debido a su mera existencia. Escribió oportunamente George Will: “No es que Israel sea provocativo; el que Israel sea es provocativo”. Los israelíes lo saben. Sólo falta que el resto del mundo también lo admita.
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Profesor titular en la carrera de relaciones internacionales de la Universidad de Palermo (Argentina) y profesor invitado en la Universidad Hebraica (México). Editor de la revista Coloquio (CJL). Escritor y conferencista internacional. Miembro de Profesores Republicanos y el Foro Argentino Contra el Antisemitismo