La vida buena, por Sergio Sinay

La vida buena, por Sergio Sinay

Revista La Nación. Domingo 25 de enero de 2015. pp. 55 

OPTIMISTAS, PERO CON ESCRUPULOS. ELLOS INTEGRAN EMOCION, RAZON Y RESPONSABILIDAD.

No son los optimistas, sino los pesimistas quienes luchan por mejorar el mundo, decía José Saramago; los optimistas están encantados con lo que hay. He aquí un costado positivo para el siempre vapuleado pesimismo. Más aún en una era de poca tolerancia a los límites, a la imposibilidad, a la frustración. En una época, en fin, en la cual parece endémica la adultescencia (fenómeno por el cual los adultos se resisten a madurar y actuar y pensar como tales) y se soporta mal el encuentro con la realidad. En tiempos así, los pesimistas son más aguafiestas que nunca y resultan rápidamente excluidos o condenados al ostracismo. ¿Cómo ser pesimistas si ahora vivimos, como promedio, hasta los 80 años, cuando ya hay computadoras que se manejan con la voz (y pronto las habrá que se manejen con el pensamiento), cuando existen autos que se manejan solos y hasta se oye a presidentes anunciar trenes balas y dentaduras para todos y todas? Es más, algún aviso publicitario se anima a decir que ciertas creaciones del hombre van más allá del hombre. Como si fuéramos dioses superados por sus criaturas, llegamos al tecno-optimismo, el fin de los odiosos límites.

Pero siempre hay un realista inoportuno, por ejemplo, el filósofo inglés Roger Scruton, de la Universidad de Oxford, que está en contra de lo que llama optimismo inescrupuloso. En su ensayo Los usos del pesimismo, Scruton describe a quien padece este tipo de optimismo como alguien que rechaza los argumentos de la razón, que se mueve a saltos de fe, que no contempla la posibilidad del error; la falla; la derrota o la frustración, que sólo toma en cuenta la mejor alternativa posible negándose a considerar otras, que ve sus deseos como derechos adquiridos y que, por estas y otras razones que describe exhaustivamente, jamás contempla los costos ni las consecuencias de un error o una imposibilidad ni, mucho menos, el modo en el cual ese costo afectará a otros. Por supuesto, apunta Scruton, no se hará cargo de esas consecuencias y acaso insista en que todo estaba perfectamente calculado y si fracasó es por culpa de alguien o algo ajeno a él. Ese optimista es un devoto de los resultados que sueña y se desentiende de los procesos necesarios para alcanzarlos.

Según el filoso ensayista, el optimismo inescrupuloso se sostiene en varias falacias. Además de la del mejor caso posible, ya mencionada, están la de suma cero (todo lo que uno pierde es porque otro lo gana, y éste es el culpable), la de nacidos en libertad (por lo tanto no hay que dar cuentas ni admitir límites), la de nacidos en libertad (por lo tanto no hay que dar cuentas ni admitir límites), al de agregación (si se suman dos cosas aparentemente buenas dan mágicamente una mejor, sin necesidad de hacer algún esfuerzo), la de la planificación (que anula iniciativas y calidades individuales sometiéndolas a la creencia que una única idea es funcional para todos) o la de la utopía (que lleva a aceptar cualquier absurdo sin someterlo a pruebas lógicas, siempre que prometa el paraíso).

Pero Scruton no es un simple amargado. Cree en el optimismo con escrúpulos. Aquel que mide posibilidades, acude como referencias a las experiencias del pasado, estudia la dimensión de los problemas y el alcance los conocimientos y los instrumentos para abordarlos, analiza todas las opciones y sus costos, responde a las consecuencias y, por fin, integra emoción, razón y responsabilidad. Para el optimista inescrupuloso esto puede ser molesto y hasta deprimente. Pero acaso, simplemente sea un saludable realismo. Bien apuntaba otro inglés, el teólogo y matemático William George Ward (1812-1882) "El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie, el realista ajusta las velas". Es decir, navega con escrúpulos.

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