Libertad, un posicionamiento musical
En la inmensidad del escenario musical, se yerguen dos caminos divergentes en su sustancia. Por un lado, los músicos independientes, que con el fuego de la pasión forjan su propio destino, esculpiendo cada nota con el cincel de la autolicencia. Ellos son urbanistas de sus sueños, senderistas de amplios paisajes, donde el viento de la autonomía empuja los pasos de su eufonía. No hay ataduras que los frenen, ni voces que dicten sus melodías. Cada acorde resuena con la autenticidad del alma, cada canción es un himno a la creatividad, un fin en sí mismo. El público decide hasta cuánto tiempo y hasta cuándo me acuerdo.
En el sendero independiente, el músico es dueño de sus días y noches, explorador de sus propios horizontes. La incertidumbre se convierte en su compañera, y cada paso es un descubrimiento. La creación fluye sin barreras, y el eco de su música lleva la huella del núcleo profundo de su identidad. En cada esquina, la posibilidad de una nueva melodía, de una inspiración genuina que no responde a ningún dictado externo. La libertad de expresarse sin moldes, de abrazar cada error y cada acierto como parte de un viaje personal e intransferible.
En contraste, encontramos a los músicos bajo el yugo de las productoras: esos gigantes de acero imponen su voluntad y capitalizan los medios de desinformación masiva. Allí, las cadenas doradas de la fama sujetan con fuerza, dictando ritmos, letras y escenarios. El calendario se convierte en un tirano silencioso, que ordena cuándo deben alzar la voz y cuándo debe reinar el silencio. Sus acordes son precisos, calculados, un reflejo de lo que otros han decidido. En su repertorio, se percibe la sombra del control, donde la libertad es un eco distante. Las cuerdas vocales se consuelan con suspiros tras el bando del mando.
Y en esta junción, la riqueza florece en ambas sendas. Se alcanza el éxito, un faro en la tempestad, tiniebla, tanto con la independencia como con la obediencia. Pero, ¿se puede uno plantear dónde reside una libertad verdadera?
La moraleja, tejida en hilos invisibles de sabiduría, nos susurra al oído que la libertad auténtica nace de la capacidad de elegir nuestro propio destino, ¡so responsable!. No hay oro suficiente que compre el vuelo del espíritu, ni fama que valga el precio de las alas cortadas. En la gran puesta en escena de la vida, es el libre albedrío el que transforma cada actuación en una obra maestra, donde la plenitud no se mide por la ovación de un público cautivo, a veces bobalicón y otras dejándose arrastrar, sino por la armonía del alma. ¡Recordad!, el libre albedrío no es como te lo pintan sus detractores (deterministas de todos los estilos, legisladores de la moral, fatalistas, y los amantes del sesgo de la presunción y predestinación social) , es simplemente saber que a los individuos se les puede considerar responsables de sus acciones, ya que han tenido la capacidad de elegir.
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Así, en las notas libres de los músicos independientes, resuena una realidad profunda: la verdadera grandeza no se mide por el brillo de los focos y materiales del escenario, sino por la autenticidad del viaje. En la senda de la libertad, cada paso es una zambra, y cada acorde, una declaración de independencia (sin subterfugios políticos ni corruptelas adornadas de sombras transparentes). La riqueza más grande es la que se encuentra en la libertad de ser uno mismo, de crear sin ataduras, de vivir en plenitud.
Aunque en el camino de la independencia musical se encuentran menos riquezas y celebridades, la raíz de la libertad no se mide en términos de éxito material. La libertad auténtica reside en la capacidad de forjar el propio destino y expresar la creatividad sin ataduras coercitivas. La plenitud que proporciona ser fiel a uno mismo, sin sucumbir a los dictados de otros, ni corromperse a conveniencia, trasciende el brillo superficial del estrellato y se encuentra en la autenticidad y la integridad personal. La verdadera riqueza está en vivir y crear conforme a los propios principios y deseos, más allá de las recompensas tangibles.
El jardín del éxito, donde las flores brillan con un deslumbrante fulgor, el deber de ser responsable florece con mayor intensidad que en el sombrío campo del fracaso. El éxito, de luz cegadora, exige un cuidado meticuloso de cada pétalo resplandeciente; es en la altura de sus logros donde el peso de la responsabilidad se convierte en una carga sublime, una corona, aunque dorada, será opresiva. En contraste, el fracaso, con su paleta de tonos grisáceos, ofrece un lienzo indulgente, donde la lección se aprende en la penumbra y la carga es ligera. Así, mientras el éxito demanda una vigilancia constante sobre el esplendor que se posee, el fracaso se convierte en un maestro más benigno, que nos enseña con la suavidad de sus ‘a solas’.
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