Los culpables son los otros
En el siglo pasado, Nietzsche situaba el origen de la culpa, que identificaba con la mala conciencia, en la imposibilidad del hombre de exteriorizar sus instintos al quedar inserto en un mundo social sometido a unas reglas que le impedían su desahogo. Consecuentemente, el ser humano volcaba contra sí mismo toda esa energía comprimida y reprimida, y aparecía de esta forma el sentimiento de culpa o mala conciencia. En definitiva, la culpa se convertía en el carcelero interior que mantenía a raya a esos instintos cuya manifestación externa impediría nuestra vida en sociedad.
Hoy, sin embargo, parece que esa culpa interior, ese carcelero invisible, ha dejado abierta la celda individual y ha permitido que ese sentimiento de culpa, esa mala conciencia, viaje alegremente para salir a buscar acomodo en los otros. Nunca como en nuestros días se habla tanto de culpa, y nunca como en nuestros días se le busca tanto cobijo en los otros y tan poco en nosotros mismos. Poco importa que hablemos de economía, política, pandemias, deportes o cualesquiera de los asuntos que nos ocupe en cada afán porque la culpa, el dedo acusador, señala siempre al de enfrente, al otro. Si continuamos el razonamiento de Nietzsche, resultaría evidente deducir que cuanto menos situamos esa mala conciencia en nosotros mismos y más la trasladamos a los otros, menos mantenemos a raya nuestros instintos y menos sociedad somos. Tristemente, desplazar la mala conciencia hacia los demás resulta, en efecto, un indicativo de que habitamos una sociedad que deja bastante que desear en lo cívico y en su civilización. La culpa extendida y transferida a los otros es un indicativo del creciente primitivismo de nuestra sociedad, acercándonos a esa peligrosa idea de que el hombre es un lobo para el hombre.
El individualismo exacerbado, la libertad individual y sus derechos individuales como aspiraciones indiscutidas e indiscutibles de los últimos tiempos, diluyeron la idea de responsabilidad individual, que dejó de acompañar a esa ecuación de libertad y de derechos del individuo. Incluso culpa y mala conciencia llegaron a verse como enemigas de esa mal entendida libertad individual. Un ser enteramente libre no debía sentir la culpa porque supondría encorsetar sus instintos, y eso atentaba contra su derecho y libertad individual. Así que el camino más sencillo es delegar la culpa en el otro, en los demás. La culpa que antaño era rendimiento de cuentas ante un dios, pasó a ser el rendimiento de cuentas ante la sociedad para terminar como un estorbo a nuestra libertad más hipermoderna.
Pero despedir la culpa y la mala conciencia de nuestra vera es despedir también la responsabilidad sobre las cosas. No existe la culpa ni la mala conciencia si no sentimos un cierto grado de responsabilidad sobre los acontecimientos. Derivarla a los demás nos ha llevado a adoptar un rol de víctimas permanentes y, curiosamente, a un sentimiento de frustración perenne porque nuestro refugio es el lamento y la inacción. Paradójicamente, el presunto sentimiento liberador de transmitir la culpa al resto y no asumir nuestra responsabilidad nos traslada a la idea nada libertadora de sentirnos incapaces, frustrados e impotentes.
En nuestros días, ese sentimiento se ha hecho tan imperante y todo se ha viciado tanto de culpas repartidas y no asumidas que nadie se siente con la capacidad y autoridad suficiente para dar un paso al frente, acometer los problemas y asumir las responsabilidades previas y las derivadas. La pelota viaja rápido de un lado a otro y la beligerancia, el mensaje grueso, la polarización y la incapacidad de acuerdos ganan la partida.
Cabría preguntarnos entonces cuánta cantidad de incertidumbre, malestar y efectos secundarios estamos creando al llevar la idea de culpa al discurso público y a desplazarlo continuamente sobre los otros sin asumir la nuestra propia. Resulta inviable construir un futuro de sociedad próspera si cada uno en su fuero interno no conoce sus límites, esa celda de nuestros instintos, esa mala conciencia que, curiosamente, nos hace más humanos. La culpa conlleva además como vocablo una carga emocional e inquisitiva que contribuye a tensar el ambiente cuando se usa en la plaza pública con total desparpajo e inconsciencia.
Hoy más que nunca necesitamos recoger nuestros instintos primitivos que hace tiempo dejamos salir a pasear, evitar confundirlos con la libertad individual, y volver a darle a la mala conciencia y a la culpa su papel interior y callado, mientras cada uno de nosotros asumimos nuestra responsabilidad única e intransferible.
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