Mercaderes, demócratas y liberales

Mercaderes, demócratas y liberales

El Comercio, 11 de diciembre de 2024

Nos engañaron. O, bueno, a lo mejor nos engañamos nosotros solos. Todo lo que nos contaron sobre que la globalización y el mercado libre iban a traer la democracia y la libertad fue un poco mentira. Las cosas no funcionaron así: ni la caída del comunismo y el telón de acero trajeron la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad; ni fue el capitalismo el que liberó a los soviéticos de la corrupción, ni a los sudafricanos del apartheid. ¿Y quién lo hizo? ¿El nacionalismo? Pues en parte sí: la gran lacra del siglo veinte consiguió que a los estonios, letonios, lituanos, alemanes y demás, las cosas les fueran un poco mejor al independizarse de Rusia. ¿Y en qué les benefició la desaparición del comunismo a los que siguieron siendo súbditos de Moscú? Pues no sé: busquen y comparen a Vladimir Putin con sus predecesores, o la China de Mao Zedong respecto a la actual —una potencia capitalista gobernada por el mismo comunismo de siempre— y si encuentran algo mejor, cómprenlo.

Democracia, capitalismo y libertad no van siempre de la mano. Las cosas no son tan simples y no estamos peor que nunca. Ni siquiera en Europa. De hecho, datos, encuestas y estadísticas indican que estamos mejor que siempre. ¿O preferirían ustedes haber nacido en el tiempo de sus abuelos? ¿Y morir en las guerras de los años treinta? ¿O vivir en aquellas dictaduras? Romanticismos aparte, yo no. Y entiendo que algunos piensen que nuestros padres lo tuvieron más fácil que nosotros, o que nosotros lo tendremos mejor que nuestros hijos. Pero no frivolicemos, superemos los dogmas y aprendamos a escuchar: la gente no es tonta y si está enfadada, o vota a los extremos, o dice estar contra el sistema o se confiesa descreída, no vale ampararse en no sé qué superioridad moral y reducirlo todo al infantilismo, la manipulación, la ignorancia y la conspiración (ya no sé si judeo-masónica).

La democracia nunca resulta fácil. Aparte de ser el menos malo de los sistemas, es aburrida, contradictoria y cara. Y por eso tenemos que defenderla, con uñas y dientes; entre otras cosas, de la mentira, los bulos y los populismos. Y, sobre todo, en mi opinión, de la distancia ideológica y práctica que se está creando entre las élites y la gente más normal. Cada vez más ellos parecen vivir en su mundo propio y nosotros en el nuestro. Tenemos un problema.

Las tiranías, por definición, resultan siempre atractivas, divertidas y generan adhesiones entusiastas. Nada como un buen demagogo para vender —o regalar— soluciones simples a problemas complejos. Que la administración es compleja: acabemos con ella. Que la pluralidad es incómoda: acabemos con ella. Que el capitalismo es desigual: acabemos con él. Que los políticos son corruptos: acabemos con ellos. Que la justicia es injusta: acabemos con ella. El enemigo siempre es el otro y la solución siempre es en negativo.

¿Y nosotros no podemos hacer nada? ¿Tenemos que resignarnos a que ganen los demagogos? ¿De verdad nunca encontraremos el camino intermedio para resolver nuestras contradicciones como sociedad? Pues ustedes me permitirán que, desde la humildad de un mercader demócrata y liberal, comparta con ustedes un par de obviedades. La primera, la buena educación: tratemos bien a los contrarios, escuchémosles con atención y no seamos —sobre todo desde las instituciones— tan condescendientes. Y la segunda, seamos proactivos, olvidemos el paternalismo y prediquemos siempre con el ejemplo sin pedir a nadie —desde el poder— sacrificios que no estemos dispuestos a asumir.

Nos irá mucho mejor: despacio y con buena letra; solo así resolveremos nuestros problemas los que creemos en la libertad.


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