Moñitas con aceite

Hace unos días, disfruté de un maravilloso fin de semana remando en mi kayak en un evento anual cerca de Montevideo. Me encanta pasar tiempo en el agua, flotar en mi kayak y, en ocasiones, detenerme para escuchar el sonido del agua acariciando mi embarcación. Por lo general, remo solo, porque es una forma especial de soledad, estar en completa comunión con uno mismo, aunque sé que es difícil de explicar. Sin embargo, de vez en cuando, disfruto participar en travesías y experimentar la camaradería que se genera con aquellos que comparten mi pasión por el agua, cada uno a su manera.

En estas travesías, uno tiene la oportunidad de conocer a personas de diferentes partes de Uruguay. En una de estas ocasiones, conocí a un grupo de jóvenes que estaban acampando cerca de mí. Compartimos la calidez de una fogata, historias y algún que otro vino.

Estos jóvenes eran originarios de Santa Clara del Olimar, un hermoso pueblo en el departamento de Treinta y Tres. Yo había visitado ese lugar en mi adolescencia, y conocer a estos chicos me hizo revivir muchas historias que habían transcurrido más de 30 años atrás. Historias hermosas y profundas que habían dejado una huella indeleble en mi vida.

Entre todas esas historias, una se destacaba, quizás la más importante. Era una de esas historias en las que el tiempo había comenzado a borrar algunos detalles, pero lo que sentí ese día permanecía vivo en mi mente. En este relato, tosco y despojado de exquisiteces literarias les dejo blancos para llenar ustedes mismos.

Había una vez un orfanato en Santa Clara. Como voluntario, pasaba tiempo con los niños, organizaba actividades y brindaba mi ayuda en lo que podía. Pero una tarde de invierno, viví una experiencia que cambió mi perspectiva sobre la solidaridad.

Era un día frío cuando llegué al orfanato. En la cocina, las provisiones eran escasas como siempre. Los estantes estaban prácticamente vacíos, y la preocupación debería estar presente en el rostro de Mari, la persona que cuidaba de todos en ese lugar, una maestra rural que, se quedó a cuidar a los gurises, así nomás. La comida era un bien preciado, y todos sabíamos que debíamos administrarla cuidadosamente hasta que llegara más. Sin embargo, la angustia no tenía cabida; en su lugar, reinaba la esperanza, algo que me llevó tiempo entender por completo.

Esa tarde, mientras preparábamos una comida modesta, llegó un visitante inesperado. Era un hombre pidiendo comida. No recuerdo quién era ni cómo llegó hasta allí. Para Mari, lo importante era que tenía hambre. Los niños tampoco hicieron muchas preguntas. En ese lugar, ayudábamos a quien llegara, sin cuestionar demasiado, una lección que los jóvenes habían aprendido bien. A pesar de la escasez de alimentos, compartir lo que teníamos no fue una decisión difícil; más bien, se sentía natural, aunque me costó asimilarlo por completo.

No recuerdo el rostro del hombre, pero de esa noche, solo retengo dos cosas: comimos moñitas con aceite, y esperé para derramar lágrimas hasta que estuve solo en mi bolsa de dormir, avanzada la noche.

Esa noche, viví en carne propia lo que significaba compartir lo que no teníamos en abundancia. Los niños del orfanato me brindaron una lección de solidaridad que jamás olvidaré. A pesar de tener muy poco, compartieron con amor y empatía. Aprendí que la verdadera solidaridad no consiste en dar lo que nos sobra, sino lo que es verdaderamente valioso para nosotros.

Con el tiempo, la fogata en la que recordaba esta historia se apagó lentamente, y el frío me fue llevando al sueño.

Esa noche, dormí profundamente, mejor que en muchas otras.

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