NECESITAMOS UN CAMBIO DE VISIÓN
En Colombia es de común ocurrencia que, tanto la jurisprudencia, como la mayoría de la doctrina, pongan a concursar conductas delictivas que por lógica y aplicando las normas rectoras de la ley penal son excluyentes como, por ejemplo: El concurso entre la falsedad en documento privado y la estafa, el enriquecimiento ilícito y la estafa y el enriquecimiento ilícito de servidores públicos, delito subsidiario por consagración legal, con el delito fuente que lo origina.[1]
Lo anterior es justificado, sin que nadie lo cuestione, con el argumento (interiorizado en la conciencia social) de que a mayor pena que se le imponga a un delincuente la sociedad se encuentra más protegida y hay menos riesgo de que se vuelva a delinquir. Nuestros altos magistrados, al ser los encargados de dictar las pautas de cómo aplicar la ley, no prevarican y sus decisiones son incontrovertibles; en otras palabras, no están sometidos al mandato de la ley, quedando habilitados para fungir como legisladores por vía interpretativa, desconociendo el principio fundamental de la división de los poderes. En Colombia, a manera de ejemplo, debemos recordar que existe el delito de falsedad ideológica en documento privado por creación jurisprudencial.
Según Montesquieu, en cada Estado hay tres clases de poderes: El Legislativo, El Ejecutivo y El judicial. Por el primero, se hacen las leyes para cierto tiempo o para siempre, corrigiendo o derogando las que están hechas. Por el segundo, se hace la paz o la guerra y se envía o recibe embajadores, estableciendo la seguridad y previniendo las invasiones; y por el tercero, se castigan los crímenes o se deciden las contiendas de los particulares, aplicando la normatividad previamente creada o fabricada por el poder legislativo.
Cuando los poderes Legislativo y Ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona, o corporación, entonces no hay libertad, porque es de temer que el gobernante o el senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas del mismo modo.
“Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador y, estando unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor”.[2]
Estas inquietudes, nos han llevado a plantear (al menos en el ámbito académico) la necesidad de buscar otra forma de sistematizar, estudiar, entender y aplicar el Derecho Penal (principalmente en su parte especial) proponiendo una nueva manera de codificar dicha legislación en búsqueda de garantizar los derechos fundamentales y los criterios de igualdad y respeto del ser humano (procesado y víctima).
Los principios, producto de decantaciones que la doctrina elabora, sirven de orientación para el intérprete; son pautas superiores, generales y abstractas que por sí mismas no tienen fuerza vinculante ni para el intérprete ni para el juez. Diferente es el caso de las normas rectoras que son principios orientadores de la legislación, reconocidos expresamente por la ley y convertidos por ésta en derecho positivo (normas jurídicas).
Al consagrar la norma rectora un principio fundamental del derecho, su interpretación y aplicación —como ya se ha expresado— es obligatoria y no puede al mismo tiempo aceptarse una valoración contradictoria proveniente de una norma de menor generalidad. Si admitimos una excepción a las normas rectoras ya no sabremos qué empieza en ellas ni cuál es su alcance general.
La Constitución de 1991 consagró como forma estatal adoptada por Colombia la de ser un Estado Social y Democrático de Derecho. Nuestra Honorable Corte Constitucional en Sentencias relacionadas con este punto ha afirmado que “El Estado social de derecho mantiene el principio de legalidad, pero lo supera y complementa al señalar entre sus finalidades la de garantizar un orden político, económico, y social justo (C.P. preámbulo). La naturaleza social del Estado de Derecho Colombiano supone un papel activo de las autoridades y un compromiso permanente en la promoción de justicia.”[3]
Esta consagración causa un vuelco total en la forma de comprender no sólo el derecho sino la vida misma. Exige alejarse del positivismo jurídico a ultranza y acercarse al humanismo real y verídico.
La mayoría de los tipos penales vigentes fueron concebidos en vigencia de la Constitución de 1886 (que obedecía a concepciones filosóficas diferentes y opuestas a la actual Constitución) y, una vez proferido el Código Penal vigente en la actualidad, con simpleza fueron copiados. Al menos, esto es lo que ocurre con la mayoría de las disposiciones.
Basta observar cómo, a manera de ejemplo, el Código Civil Colombiano fue sancionado el 26 de mayo de 1873. Resulta una obviedad decirlo empero, su lenguaje, su ideología y sus previsiones obedecían a las prácticas sociales de aquel momento histórico. La sociedad del siglo XXI era muy diferente a la actual (hasta el vocabulario) y el efecto práctico se traduce en la necesidad de ajustar esa legislación para que no quede en desuso.
Como consecuencia necesaria de lo planteado, la Corte Constitucional, creada en 1991, se tuvo que erigir en legisladora por vía interpretativa generándose una monumental violación al principio de la separación de los poderes.
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Ese ejemplo, citado de la legislación civil, es aplicable a todas las ramas jurídicas y por eso es por lo que nuestro máximo Tribunal Constitucional termina legislando en todas las materias, realizando un proceso de ajuste del Derecho al entorno social para que no se divorcie de la realidad.
Sin pretender hacer un tratado sobre constitucionalismo, es forzoso aceptar que la Constitución de 1886, piedra angular que sirvió de fundamento para la tipificación de las conductas delictivas vigentes era producto de la ideología propia de la época. Al cambiar el marco constitucional, no parece lógico que no cambie la forma de legislar y de aplicar la normatividad
En nuestro criterio, resulta fundamental buscar nuevos caminos que nos permitan aproximarnos a un entendimiento del Derecho Penal dentro de una práctica humanizada y acorde con el respeto de los derechos fundamentales del ser humano, teniendo en cuenta que cada sociedad es diferente y que las necesidades propias de cada cultura difieren de las de las demás. Por eso resulta trascendental buscar la creación de un sistema jurídico que se corresponda con la realidad y el entorno social.
Desde hace ya bastantes años hemos venido trabajando, a nivel académico, la idea de que los delitos no deben clasificarse por bien jurídicamente tutelado, sino por conducta. En otras palabras, en nuestro concepto, la función sistematizadora que se le atribuye a la antijuridicidad debe superarse y los delitos deben agruparse por la acción desplegada por el sujeto activo del comportamiento. Cuando se expresa esa opinión, la mayoría de los colegas la rechazan pues consideran que se trata de una aventura quijotesca, sin sentido alguno.
A pesar de las críticas nos parece que es una forma más didáctica de comprender los comportamientos delictivos y minimizar las violaciones al principio del non bis ibidem (permitiendo distinguir los concursos reales de los aparentes —especialmente los solucionables a partir del principio de la subsunción—.
De acuerdo con está óptica, el delito de cohecho propio, por ejemplo, no concursaría con el prevaricato puesto que el prevaricato es el momento de agotamiento del tipo del cohecho, al ser la materialización en el mundo fenoménico, o de las formas, del ingrediente subjetivo del tipo.
No se tratan de predicar impunidad o menos severidad, se trata de respetar las normas rectoras de la ley penal y, si el legislador considera que es más grave agotar el tipo penal, que solo consumarlo ( en el caso concreto planteado) se podría pensar en causales de agravación punitiva por la materialización del resultado o lo que la doctrina denomina tipos agravados por el resultado; verbigracia, el juez que recibe dinero para proferir una sentencia contraria a derecho, cometería un cohecho propio (al aceptar dinero o promesa remuneratoria para realizar un acto contario a sus funciones) y si profiere dicha sentencia se le agravaría la pena y nos quitaríamos el problema de discutir el tan cuestionado concurso.
Llevamos siglos aplicando el derecho de la misma forma y no hemos avanzado en la construcción de un derecho penal propio del desarrollo social y cultural nuestro. Necesitamos propuestas novedosas para superar el estancamiento jurídico en que nos encontramos y dejar de importar procedimientos, procesos e instituciones jurídicas propias de otras civilizaciones muy diferentes a la nuestra.
[1] Sentencia de Corte Suprema de Justicia - Sala de Casación Penal nº 33201 de 27 de abril de 2011.
[2] Montesquieu. El espíritu de las leyes. 1748. http://recursostic.educacion.es/secundaria/edad/4esohistoria/quincena3/textos/1b-montesquieu.html
[3] Corte Constitucional. Sentencia T-505 de 1992 con ponencia del M. Eduardo Cifuentes Muñoz y T-312 de 1996 con ponencia de Alejandro Martínez Caballero