NIVEL DE COMPROMISO DEL EQUIPO
En noviembre de 1991, llegó el momento de la verdad. Jose Brasa, entrenador del equipo femenino de hockey español, presentó tres opciones a las jugadoras preseleccionadas que llevaban ya casi un año trabajando juntas.
La primera era llegar ir a por la medalla de oro, pero para lograrlo necesitaban concentrarse indefinidamente y correr con un “coste inhumano”. La segunda era aspirar a un quinto puesto, iniciando más tarde la concentración y con un coste personal mucho menor y la tercera opción era, sencillamente, participar de forma digna.
La elección de la primera opción implicaba un enorme sacrificio para las jugadoras, solo un día de descanso, solo un día sin hockey en cada semana y así lo decidieron. La capitana lo dijo: "!! José, vamos a por el oro !!".
A partir de la respuesta afirmativa, comenzó la verdadera preparación.
Llegó el día, la final se disputa el 7 de agosto a las siete y media de la tarde. Estaba en juego algo más que el honor, pero no había que dejarse llevar por estériles intentos de revancha: Las jugadoras mantienen sus supersticiones, sus amuletos. Se repiten los mismos pañuelos en el pelo, las mismas mascotas; alguna se pone de nuevo la camiseta que ha usado desde el primer día de competición. El empate al final del primer tiempo mantiene el optimismo en el equipo.
Las jugadoras caen desplomadas, exhaustas. Sobre el césped se mezclan risas y lágrimas. Expresan todo lo que llevan acumulado: la tensión de la final, un torneo redondo, cuatro años soñando... Es una gran explosión de alegría. Salen del campo deshechas, desencajadas por el esfuerzo.
Muchas no duermen, y no solo por los efectos de la fiesta, sino porque “flotaban”, sin poder creer aún que todo lo que les estaba ocurriendo fuese cierto. Al día siguiente, Brasa se siente inmensamente feliz, pero también vive la soledad del entrenador. Cuando los periodistas le preguntan por esta inesperada medalla de oro, contesta: “¿Sorpresa? ¿Qué sorpresa?”