Nuestros miedos tienden a materializarse

Hace algunos años, en el desarrollo de mi rol como consultor para proyectos de gestión del cambio, conocí a una mujer joven, quien en aquel momento se desempeñaba como ejecutiva de línea en el área de Talento Humano de una reconocida empresa industrial. Ella era una chica ambiciosa y con un fuerte deseo de ser reconocida como un referente en el mercado laboral; no obstante, de inicio también me pareció una mujer algo aprehensiva, excesivamente preocupada, más que por el impacto de su trabajo, por su imagen profesional.

En los efímeros momentos de contacto profesional que, en lo posterior, logramos generar, mostraba un carácter, más bien duro con sus subordinados, pero blando y complaciente con sus supervisores; se preocupaba demasiado por la percepción que, de ella, pudiese tener su jefe inmediato y, más aún, la cúpula directiva de la organización; al parecer, su intención era; intentar proyectar una imagen sobredimensionada de sí misma frente a las personas a quienes consideraba como un eslabón clave para su crecimiento y promoción profesional, o al menos, trataba de mantener un prestigio algo artificial y forzado que ella deseaba consolidar para su esfera laboral.

Cierto día, nos encontramos casualmente para atender un seminario; durante uno de los recesos, conversamos mientras nos tomábamos un caliente y aromático café; servido en una elegante taza de porcelana blanca finamente decorada con los motivos publicitarios de aquel sobrio hotel; en ese corto lapso de tiempo me hizo partícipe de una idea que ella había tenido y que se relacionaba con su intención de desarrollar un ciclo de charlas, de esas que pretenden, a priori, motivar a las personas de una área determinada para que puedan asumir el desarrollo de sus actividades de una manera más entusiasta y comprometida.

En realidad, en ese momento tuve la sensación de que las cosas no iban bien en su trabajo, a medida que hablaba de ello, me di cuenta de que el ambiente laboral no parecía ser el más positivo e inspirador,  pude percatarme vagamente de que ella no sabía, a ciencia cierta, si las personas de esas áreas necesitaban de tales charlas, percibí que solamente lo estaba suponiendo, a manera de una hipótesis en la que había imaginado que podía ser una buena idea que la gente de esas dependencias pudiera recibir, como un “valor agregado”, eventos que propiciaran, de alguna manera, un cambio de comportamiento para generar un mayor grado de compromiso y así poder mejorar, de alguna manera, el clima laboral, aunque no tuviera la certeza objetiva de que esa fuese la mejor táctica a seguir.

Unos días después me contactó para preguntarme si conocía alguna empresa que pudiese dictar cursos de ese estilo, me dijo además que, a su jefe le había parecido una buena idea organizar esa clase de eventos porque podrían incrementar la moral; el sentido de pertenencia y, por ende, el desempeño y rendimiento de las personas.

A mí, me pareció que ella sabía que el real problema que, en el fondo, se negaba a reconocer y a enfrentar era el estilo de comportamiento laboral de su jefe, el cual estaba impactando de manera negativa en el ambiente y las relaciones del área; según supe después, aquel estilo no era precisamente el más abierto e inspirador; a menudo, solía mostrar un carácter frío, era un hombre casi sin carisma.  Era de aquellos gerentes, de la vieja guardia, quienes pensaban que las personas debían trabajar, con toda su fuerza y determinación solamente porque se les pagaba una remuneración y ella, por supuesto, no compartía para nada aquella visión oscura y excesivamente instrumental de lo que debía ser el acto sagrado de trabajar, y a través de este, poder cambiar realidades.

Durante aquella breve conversación le dije que yo creía que esa no era la solución más adecuada, le comenté también que ella debería enfocarse en diseñar y aplicar unas encuestas de clima laboral sea, por sí misma, o valiéndose de los servicios de un experto en aquel tema; le mencioné también que la idea sería que ella pudiera hacer un diagnóstico real y efectivo de la situación a fin de encontrar el trayecto de acción más claro para poder resolver el problema; le comenté que, muchas veces, la participación colectiva en planes de mejora es, por sí misma, un factor que tiende a movilizar, cohesionar y motivar a los integrantes de un grupo de trabajo.

También me di cuenta que ella no tenía la suficiente confianza en sí misma como para llegar a mostrar una actitud más firme y segura que le posibilitara emitir y mantener argumentos que pudieran contrastar aquella visión laboral anacrónica de su jefe; entonces, se me hizo casi evidente que ella no tenía la intención ni el deseo de contradecirlo; en parte, por temor a confrontarlo y que aquella posibilidad pudiera empezar a desgastar la, hasta entonces, incomoda relación entre ellos.

Y como es bien sabido que, por alguna extraña razón y como si fuese un siniestro acto de magia del destino, todos los miedos sentidos tienden a materializarse en la realidad visible; entonces, ese temor a mostrar frente a él una actitud asertiva y confiada, jugó en su contra y, como ella temía en lo profundo de su corazón, la relación empezó a desgastarse; lo cual, a su vez generó, como si de una peste virulenta se tratase, un efecto cascada hacia sus pares y subordinados, haciendo que el clima laboral del área se viese seriamente afectado con la consiguiente creación de un ambiente defensivo, frío y, en ocasiones, hasta hostil.

Nunca pudo contratar los servicios de aquella empresa que le ayudaría con lo que ella pensaba que debía ser la solución al problema; fue despedida unas semanas después de nuestro encuentro…

Tomado del libro;

Historias de intrigas en traje… que verá la luz editorial en un futuro próximo.

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