Poder o Derecho?
Poder o Derecho? Artículo publicado en Expreso, el 15 de octubre de 2024
En un principio, el Derecho respondió a la necesidad del poder, de legitimarse y extender su influencia a toda la comunidad política, obedeciendo a la ideología absolutista predominante. Con la evolución del pensamiento humanista surgió el reparo a la posible arbitrariedad en el ejercicio del poder que, aunque legítimo, podía vulnerar principios del Derecho Natural que reconocían el derecho del pueblo a ser gobernado con justicia y virtud. De la mano de Santo Tomás de Aquino y de Francisco de Vitoria, se extendió en Europa Continental la idea del poder limitado, incluso antes de la difusión del constitucionalismo inglés, proveniente también de la Edad Media. Es así como nuestra Constitución Histórica establece con nitidez el principio de separación de poderes, quedando obligadas todas las instituciones del estado a sujetar sus actos tan solo a lo taxativamente permitido por la norma constitucional; pues, al contrario que en el Derecho Privado donde lo que no está prohibido está permitido, en el Derecho Público solo se pueden realizar las acciones expresamente autorizadas, y siempre dentro del ámbito de las atribuciones de cada institución.
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Pero la eficacia de las normas depende del nivel de compromiso y lealtad constitucional de los actores, políticos y sociales. Cuando se privilegia la necesidad de conquistar o acrecentar el poder, por encima de todo lo demás, se termina instrumentalizando el Derecho y las instituciones destinadas a concretarlo, subordinándolo a los intereses inmediatos, lo que suele producir un deterioro de todo el orden constitucional, pues como a toda acción corresponde una reacción, los afectados por la instrumentalización recurren también a la banalización de las normas, debilitando la credibilidad del ciudadano en el régimen político, al que supone ineficaz para limitar el ejercicio del poder y conducirlo hacia la satisfacción de las necesidades de la comunidad.
Esta situación es la que se observa cuando encontramos a jueces ordinarios que dejan sin efecto sanciones que el Congreso, en ejercicio de sus atribuciones, ha resuelto. Cuando algunos fiscales, el lugar de lograr sentencias condenatorias para los criminales que atacan al ciudadano común, liberan a delincuentes violentos atrapados en flagrancia y persiguen judicialmente a los policías que cumplen con su deber. Cuando existe un puñado de congresistas que hurta el sueldo de sus colaboradores, pero no recibe la sanción adecuada. Cuando la JNJ castiga a sus adversarios, pero en casos similares, disculpa a sus amigos; e incluso pospone sanciones calculando los votos para elegir al nuevo Fiscal de la Nación; o, cuando se conspira para designar presidente del JNE al juez que menos confianza inspirará en las próximas elecciones, simplemente para manipular los resultados. Es entonces, cuando corresponde que el Tribunal Constitucional, defensor y máximo intérprete de la Constitución, conjure este despropósito, expresándose con claridad y valentía.