Por qué las buenas personas venden más

Por qué las buenas personas venden más

Hace poco más de un año, en verano de 2023, me luxé un hombro en un parque acuático. El personal que me atendió en ese momento fue extraordinariamente atento y profesional. Sin embargo, cuando, dos días después, llamé para preguntar si su seguro se hacía cargo de mi rehabilitación, la telefonista que me atendió no fue capaz de preguntarme cómo me encontraba. Simplemente me dijo, tras consultar con alguien, que tendría que buscarme la vida y, si quería, podía denunciar libremente al parque; que ellos tenían instalaciones muy seguras y en regla. Es triste que la imagen de una marca sea tan voluble y dependa tanto de detalles y actitudes, pero todos los empleados deberían ser conscientes del grado de responsabilidad que tienen en su conformación. El caso es que todo vende y, a veces, la falta de humanidad puede hacer que alguien no desee volver a comprarte o visitarte.

Una actitud muy diferente fue la de aquel conductor de autobús que, cierto día del año 2004, en la estación romana de Tiburtina, decidió dar la cara por mí y jugarse su empleo, a pesar de no conocerme de nada. Sucedió así: recién llegado de España a la città eterna, me disponía a coger un autocar para trasladarme a una localidad cercana. Habían anunciado su salida inminente en cierta dársena y yo estaba allí esperándolo, con mi billete ya pagado, pero extrañamente no llegaba. Al rato, alguien me advirtió de que ya había salido, pero desde una dársena diferente a la previamente anunciada. Uno de los encargados de la estación se negó a asumir la responsabilidad del error que habían cometido con los paneles y quería hacerme pagar un nuevo billete para embarcarme en el siguiente autobús. Sin embargo, el conductor de este, una vez que le conté lo sucedido, pidió a su compañero que tuviera comprensión y me dejara subir con el billete del anterior, a lo que el otro se negó. No dudó entonces mi buen samaritano en tomar una decisión que posiblemente no le beneficiaría en su trabajo: me pidió que subiera, que era su autocar y él me llevaría. El otro se enfrentó a él, pero la decisión estaba tomada y no la cambiaría. Han pasado veinte años, y no ha pasado ni uno de ellos sin que me acordara de él y su valerosa acción. Así dejan su marca las personas buenas, que se ganan la vida no cubriendo meros expedientes, sino entregándose a sus semejantes. Y de eso quería hablarte hoy…  

A todos nos ha pasado alguna vez. Recibimos la llamada de un vendedor lleno de vigor, juventud y sangre caliente que se dirige a nosotros en modo “me como el mundo” y nos habla como a colegas de toda la vida. Repite nuestro nombre siete u ocho veces (porque ha leído que es lo más seductor que un cliente puede oír) y nos propone un planazo que no podemos desaprovechar. Ya le hemos comentado que no nos interesa, porque el que tenemos es el único que puede cubrirnos una necesidad vital, pero él sigue declamando en la tarima y alargando su puesta en escena. “No importa que me hayas dicho digo, que yo te digo Diego y te presento la solución a este problema que dices no tener”, parece decir con su tono buenrollista e impostado.

Lo diré por enésima vez si hace falta: un vendedor es un servidor de los demás. Su “mercancía”, ese producto o servicio por cuya venta se gana el pan, no es lo único ni lo primero que vende. 

En los tiempos que corren, seguro que muy pronto, la mayoría de las ventas (incluso las consultivas, con los avances de la IA) correrán a cargo de máquinas. Las personas que hayan sobrevivido en su puesto tendrán que exhibir algo que las distinga de sus competidores con chips. Parece que, actualmente, más que preocuparse por servir, lo que más le quita el sueño a un vendedor es la adquisición de ciertas habilidades persuasivas. Sirva como ejemplo lo que antes comentamos acerca de pronunciar repetidamente el nombre de nuestro cliente: sí, puede que a todos les guste escuchar el suyo de boca de otra persona; pero, si abusamos de este recurso y lo aplicamos con una intencionalidad egoísta, se nos terminará viendo el plumero. 

No hay duda de que, ante ciertas llamadas, nos sentimos como espectadores de un número circense por el que no hemos pagado entrada. Ni siquiera hubiéramos ido a verlo sin coste, porque carece de interés para nosotros. Unos escuchamos por caridad; otros, cuelgan. Pero resultan hasta estridentes los vanos esfuerzos de nuestro interlocutor por hacernos pasar por su aro. ¿No es más fácil, digo yo, preguntar, escuchar las necesidades y preocupaciones y, en definitiva, ser humanos con toda la dignidad que el término implica? 

Vivimos en una sociedad cada vez más encerrada en sí misma y menos sociable, valga la redundancia. Es tan entretenido como triste hacer un ejercicio de observación cuando caminamos por la calle y ver qué están haciendo los demás viandantes. Efectivamente, ocho de cada diez consultan, mientras caminan, su teléfono inteligente. Sería más tierno que llevaran un gatito entre las manos, de esos que también abundan en las redes sociales que tanto les encandilan. La cuestión es que ya nadie está para nadie. Por eso, el futuro de las máquinas en su tarea de suplantación de la presencia humana es cada vez más prometedor.

Pero, por otra parte, no todos han sucumbido aún. Son cientos de siglos de relaciones humanas los que nos preceden para que ahora, en apenas tres décadas, se nos desconfigure totalmente el sistema. Sí, nos quieren hacer creer que la clave está en nosotros, que hemos de mirar hacia dentro (¿qué nos propone, si no, la espiritualidad más preponderante de nuestro tiempo?) y alimentar el individualismo más exacerbado (a veces, disfrazado de un “todo” universal en contraposición con el ego, para aborregarnos y, a la vez, mantenernos desunidos y cada vez más manipulables). Sin embargo, algo me dice que el sistema podría estar a punto de colapsar: aumentan los suicidios, la felicidad escasea, cada vez hay menos gente que muestre un genuino interés por nuestros asuntos, el estrés florece por doquier… y nuestro límite está a punto de alcanzarse.

Por estos motivos, ya empiezan a entonarse gritos de auxilio y se nos hace manifiesta la necesidad de volver a ser los seres sociales que fuimos y nuestro genoma proclama. Es ahora, por su escasez, mucho más llamativo el vivo interés que pueda existir por el otro en una relación profesional; y este nunca será impostado, ensayado o estudiado en cursos de programación neurolingüística: surgirá con espontaneidad, sin necesidad de ser acentuado.

Una sonrisa de verdad es un regalo a otra persona, un compartirle nuestra alegría y abrirle nuestros brazos. Es un decirle “me importas”, “¿en qué puedo ayudarte?”, “¿cómo estás hoy?”, “vamos a ver qué necesitas”. Pero también es escucharle, cederle el protagonismo y, llegado el caso, decirle sin ningún desasosiego: “No voy a poder ayudarte con esto, pero te voy a recomendar los servicios de un amigo que seguramente pueda hacerlo”. Cuando el componente humano entra en la ecuación, todo fluye mucho mejor, se disuelven las sospechas y desaparecen las tensiones. No percibimos amenaza alguna y podemos descansar y apoyarnos en el otro, agradecer su presencia, contar con él y ofrecerle nuestra gratitud y asistencia cuando la necesite.

Estoy convencido de que nuestros recelos ante un vendedor no se deben a que quiera hacer su trabajo con nosotros, sino a que nos degrade, muy a las claras, para dar rienda suelta a su avaricia y egoísmo. La buena educación y la simpatía, si se retuercen en pos de nuestros intereses, no engañan a nadie y son nuestras primeras delatoras. Si, por el contrario, son originales y van seguidas de una escucha igual de sincera, pueden derretir cualquier atisbo de resistencia. Pero hablamos de valores superiores, que tienen como principal consecuencia y, a la vez, causa (en un círculo virtuoso), la felicidad. Como efecto paralelo, se produce una mayor apertura hacia las personas que los despliegan, porque se entregan auténticamente a los demás; y estas, por tanto, tendrán una mayor ratio de ventas, pero no estarán dispuestas a sacrificar su integridad a costa de esta última. Además, tendrán perfectamente claro que, por pura estadística, no podrán cubrir las necesidades de un alto porcentaje de sus potenciales clientes, pero ¿qué más da? Lo bonito es el camino, y no podremos disfrutarlo si nos limitamos a mirar a ras de suelo, donde los frutos que ansiamos encontrar suelen estar podridos. 

No lo dudemos: quien vive para servir a los demás vende más que quien no lo hace; pero quien sirva a otros con el foco puesto en aumentar sus ventas o satisfacer otros intereses ocultos, no se comerá un rosco y quedará inevitablemente en evidencia.     

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