¿Qué nos queda a los pedagogos?

Hubo un tiempo en que un Profesor era un hombre digno, bienvestido, que merecía la Mayúscula en la consideración de la sociedad y un respecto básico - más allá de las eternas travesuras y desmanes - por parte de sus alumnos.

Era un trabajador que se ocupaba de develar ante un alumnado ignorante los secretos de una porción poco conocida de la realidad -su disciplina- cuyos códigos reservados compartía con sus colegas, con los científicos y con los profesionales de su área. Eventualmente podía ser él mismo un profesional -contador, médico, abogado- con una vocación tal por la enseñanza, que justificaba la distracción de algunas horas de su actividad específica para dedicarlas a la excelsa tarea de la docencia.

Aquí vale una aclaración: la enseñanza como profesión nunca estuvo bien paga en relación con otras, al menos en nuestro medio; su reconocimiento pasaba por canales menos tangibles: el prestigio, la ponderación y, aún, la admiración. Pero no me detendré en esta inaceptable circunstancia, ya largamente denunciada.

Volviendo al tema, entonces, era posible que una maestra de séptimo grado justificara la necesidad de aprender el sistema binario de numeración en que "así trabajan las computadores, con un 1 o un 0, según pase o no electricidad por sus circuitos". Y un grupo de chicos estupefactos se esforzaba por dominar ese complicado galimatías apoyado en la confianza en esa maestra que les dejaba asomarse a los misterios de una ciencia en pañales.

Un profesor de Física podía producir en el laboratorio el prodigo de los rayos catódicos, como un hechicero que convoca una tormenta en miniatura, al conjuro de saberes que estaban al alcance sólo de aquellos que quisieran estudiar. Pero al mismo tiempo de todos los que quisieran estudiar. Y muchos estudiaban para encontrar explicación a su asombro.

La clase de Biología era la ocasión para maravillarse (u horrorizarse) ante la presencia de un esqueleto humano o la observación del interior de un ser -hasta hacía pocos minutos- viviente. Sólo era cuestión de imaginar al inerte organismo visible, funcionando.

La Geografía escolar, basada en la certeza de mapas inconmovibles, permitía acceder a descripciones y fotografías de lugares remotos, entrever las relaciones entre lo espacial y lo social, vislumbrar culturas exóticas, comprender fenómenos atmosféricos. Y viajar con la imaginación.

Y así en más…

¿Qué fue entonces lo que pasó? ¿Por qué los actuales educadores no estamos en ese pedestal, sino en este barrizal?

Aquellas filosas palabras de Bernard Shaw –“el que sabe hace, el que no, enseña”– se transformaron de selecta ironía en difundida convicción.

Hoy, cuando el contacto con las computadoras e Internet está al alcance de cualquier niño que tenga la posibilidad de una educación básica y acceso a redes, tomamos consciencia de que aquella maestra, cuando balbuceaba su elemental léxico pseudo informático, sabía mucho menos del asunto que la mayor parte de los alumnos de primaria de nuestros días. ¿Se atrevería ahora a fundamentar con aquellos argumentos la necesidad de aprender el sistema binario de numeración?

Hoy, cuando el fantástico rayo láser está a la mano de los sofisticados -y ya vetustos- reproductores de D.V.D., en la versión “Guerra de las galaxias” de los arcaicos punteros de maestro o en los más variados espectáculos de luz y sonido, ¿qué sorpresa puede causar el profesor de Física? ¿A quién puede subyugar con sus precarios relámpagos embotellados?

Hoy, cuando los artículos de divulgación científica tienen la más amplia circulación entre los niños y los adolescentes, con fotografías (y vídeos adjuntos) alucinantes, cuando las intimidades del A.D.N. son ventiladas impúdicamente en cines atestados, cuando los dinosaurios se candidatean al Oscar a partir de ficciones cada vez más científicas, aquellas prácticas de Biología parecen antediluvianas.

Hoy, cuando el mapa de Europa está redibujándose cotidianamente, cuando los medios de comunicación nos llevan cada vez más lejos y nos traen cada vez más cerca lo que sucede a miles de kilómetros, cuando las catástrofes naturales con horror incluido son visibles por todos, sin importar dónde sucedan, yo no es necesario imaginar…

Y no hablemos del noble Deporte, en tiempos en que los “incentivos”, el dóping y el exitismo desenfrenado entran a todas las casas de la mano de la barra quilombera para convertir en un “nabo” al candidato a mejor deportista.

(Deliberadamente estoy omitiendo mencionar las pequeñas pantallas -celulares y tablets- omnipresentes en la vida cotidiana de los niños y jóvenes, prodigiosas ventanas a la más alucinante fuente jamás imaginada de imágenes y sonidos, estímulos de todo tipo, infinidad de datos y -a veces- información.)

Cada profesor era custodio de un santuario: su disciplina. Hoy cualquiera espía dentro de él y hasta distingue cosas que el desesperado custodio no logra ver.

Nos sentimos docentes analógicos en un mundo digital.

Es evidente que aquí queda planteado un desafío. ¿Qué herramientas emplear para afrontarlo?

Mencionaré sólo algunos puntos indispensables a tener en cuenta, todos ellos vinculados con la necesidad de redimensionar el lugar del docente como mediador entre los contenidos y los alumnos.

-La capacitación y actualización docente deben ser periódicos y sistemáticos. Hace menos de una década el ganador del premio Nobel de Medicina provocó, entre otras cosas, la necesidad de modificar la enseñanza sobre el modelo de síntesis de proteínas pre-existente. Y salió en todos los diarios. Debe reducirse la gigantesca brecha instaurada entre el científico y el profesor. Esta obligación le cabe a los docentes, pero principalmente a las instituciones educativas y a los responsables jurisdiccionales.

-El filósofo Karl Jaspers[1] mencionaba al asombro y a la duda como las emociones que impulsaron al Hombre a querer saber y dieron origen a la Filosofía. ¿No hay aún hoy motivos para el asombro? Tal vez como nunca antes. ¿No podemos suscitar las dudas que movilicen a los chicos? Evidentemente que sí.

-El docente tiene un patrimonio irreductible: su pasión por un área del saber. Y esa pasión es la base de su fortaleza para intentar contagiar su interés a sus alumnos. Si el docente no está convencido no logrará convencer. Y habrá fracasado antes de comenzar.

-Es imprescindible dar sentido y asegurar la pertinencia de lo que se enseña. El paso de la trivialidad a la significación está determinado, en el plano afectivo, por los valores que toda educación debe tener como meta, no aislados, sino como componentes de un ideario, o mística o cuerpo de doctrina.

-Dijo un académico norteamericano del siglo XIX: “Los necios coleccionan hechos, los sabios los seleccionan”. El profesor tiene la ineludible responsabilidad, desde su solvencia, de ayudar a estructurar y procesar todo el alud de datos desorganizados al que los alumnos tienen acceso –o son sometidos- cotidianamente (esa indispensable y delicada intermediación que Graciela Frigerio explicó tan claramente al analizar el concepto de “transposición didáctica”).[2] Es nuestra tarea ayudar a los estudiantes a cambiar el lugar de coleccionistas de datos por el de seleccionadores de información.

-Debemos lograr que con las actividades escolares los alumnos abandonen su rol de espectadores de este vertiginoso bombardeo informativo, para pasar a ser actores que elaboren y produzcan nuevos saberes. Esto ya está muy dicho, pero también muy lejos de ser una realidad. En esta producción está, tal vez, la clave. Más de cuatrocientos años de Didáctica, desde Comenio hasta hoy, no van haciendo más que confirmar con nuevos argumentos un antiguo adagio oriental que, además de su sabiduría, posee la belleza de la síntesis:

Oigo y olvido,

veo y recuerdo,

hago y comprendo.


[1] Karl Jaspers, “La filosofía”, cap. II

[2] Graciela Frigerio, “Currículum presente, ciencia ausente”, cap. I



Liliana Kancepolski

Psicóloga Clínica de orientación psicoanalítica. ALSF

4 años

Perfecto, sí.

Excelente articulo Jorge! muy actual 

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