SABIDURÍA DE LOS CLÁSICOS
En 2011, la editorial Gredos publicó Elogio y refutación de las pasiones. Con este título difundía una parte de la obra de Cicerón, Disputaciones Tusculanas, escrita en el 44 a. C., año en que el autor tenía sesenta y dos; contiene, por esto, mucho tema autobiográfico y gran experiencia no solo adquirida, sino también largamente pensada.
Las dos palabras, “elogio” y “refutación“ brevemente unidas por una “y”, forman una contradicción pendiente de aclarar: el título –aparentemente equívoco- es acertadísimo porque Cicerón, distingue el pro y el contra de una cuestión tan compleja como son las pasiones humanas. Elogio porque las pasiones son necesarias y permiten vencer la adversidad; refutación porque hay pasiones que nos perjudican a nosotros mismos y a los otros.
En el primer libro de las Disputationes, Cicerón trata de la muerte y del miedo a morir. Es admirable la sutileza de sus reflexiones y, sobre todo, es sorprendente la firmeza con que argumenta la inmortalidad del alma, dándola por segura. «Pasa revista a los pensadores y filósofos que afirman la eternidad y la inmortalidad del alma, por ejemplo Ferécides de Siro, que vivió en el siglo VI a. C., y Pitágoras, que fueron los primeros que formularon la doctrina de la inmortalidad del alma»[1].
Cicerón comparte ideas importantes con Aristóteles, de forma que, leídas con prisa, las confundiríamos. Cicerón escribió:
1. «Quien conoce la esencia de la realidad externa adquiere también el saber más importante aún de conocerse a sí mismo, que le lleva a advertir el parentesco del alma humana con lo divino y a tomar conciencia de que todas las cosas están gobernadas por la razón y la inteligencia».
2. «La vida dedicada al ocio y la contemplación es preferible a una carrera pública brillante y plena de éxitos».
3. «La actividad contemplativa es la conclusión de que la virtud se basta a sí misma para conseguir la felicidad. Mas para llegar a este descubrimiento maravilloso hay que ejercitarse en la ciencia de la argumentación y el razonamiento, la capacidad de discernir lo verdadero de lo falso».
4. «La sabiduría y sentido de la justicia benefician a la comunidad: un
hombre de esta naturaleza disfrutará también de la amistad».
5. «La felicidad consiste en el disfrute de bienes del alma, es decir, de las
virtudes: la felicidad y la virtud son inseparables»[2].
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Por su parte, Aristóteles pregunta a unos supuestos oyentes o lectores de su disertación sobre la felicidad: «si es posible aprender a ser dichosos, y si se adquiere por medio de ciertos hábitos o si es resultado del azar, y responde: «para la verdadera felicidad es necesaria una virtud completa»[3],
2. Considera que la amistad es también virtud y lo razona así: «Todo el que haya hecho largos viajes ha podido ver por todas partes cuán simpático, cuán amigo es el hombre del hombre (…) Alabamos a los que aman a sus amigos, porque el cariño que se dispensa a los amigos nos parece uno de los más nobles sentimientos que nuestro corazón puede abrigar»[4].
El prodigioso análisis de la intimidad humana. que hicieron los dos hombres, nos presenta la prueba de que la inteligencia, cuando honestamente busca la verdad y el bien, puede conocer y discernir el intrincado fondo de nuestras pasiones, sentimientos, emociones, afectos. Conocernos bien es útil para aprender a ser mejores.
Con la misma sabiduría de los clásicos, Ratzinger ofrece también una idea interesante: «Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad: sólo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos buenos interiormente»[5].
[1](cfr. Álvaro Morel, Marco Tulio Cicerón Disputaciones tusculanas, Academia. edu
[2] o.c.
[3] Ética a Nicómaco, Libro I, cap. VII.
[4]Aristóteles, , o. c., libro VIII, cap. 1.
[5] J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, tomo I, p. 240. Ed. La esfera de los libros, 2007.