Selección Colombia: ¿qué (se nos) viene? (XIII)
Uno (en la tribuna) espera que su equipo gane. Uno (el estratega que juega desde la orilla) espera que su equipo actúe según el plan, y que el plan, ya en medio del desarrollo de las acciones durante el encuentro, sea un mejor plan que el del estratega adversario. O que los jugadores del equipo adversario le hagan poco caso, o que incluso haciendo mucho caso, se hallen ellos escasos ese día de habilidades, ánimo y coraje (escasos de todo ojalá). Uno espera. Ya no hay más nada qué hacer. El tiempo de preparación terminó, y lo que sigue es chocar, y correr, y pensar rápido, y aguantar el dolor físico, y no quejarse, y por sobre todo, aprovechar las oportunidades forjadas para mover a favor el marcador. Qué el rival hará lo mismo, qué a eso vino también. Uno espera.
Y he aquí entonces que los que estamos en la tribuna, quizá presenciemos un gran encuentro de fútbol. Durante 90 minutos, allá abajo, veamos un hermoso batallar por parte de 22 guerreros, a quienes les brota el pundonor por los poros, y cuyas armas son la habilidad de dominio del balón y carrera en las piernas, y el pensamiento que imagina la oportunidad en el pase, la gambeta, el control o el shoot. (En medio de ellos se desplaza silencioso y observador, atento y decidido, el señor de negro, el árbitro que llamamos, por cuya mera presencia el encuentro deja de ser una recocha para convertirse en un match).
Y es que solo porque es un match (y no una mera recocha) es que atendemos y lo vemos, es que sufrimos por el resultado, y pujamos en cada acción, en cada acercamiento con peligro, y por último, eventualmente, a veces varias veces, explotamos de alegría con cada anotación propia. El árbitro y su accionar sancionatorio, que no admite discusión, hacen una diferencia inmensa en las calidades del encuentro: hacen del encuentro una justa, cuyo resultado justamente, otorga con justicia el premio al vencedor, que por todos es tenido por lícito. El árbitro que obra contra estos supuestos, no solo altera con perversidad las consecuencias de toda acción de juego en el terreno, sino que además deslegitima el resultado del encuentro, y con ello el esfuerzo en conjunto de organización de la liga y el campeonato.
Por eso uno espera de estos personajes un comportamiento impecable. Uno en el que destaque su estado físico para ir tras la jugada; sobresalga su capacidad de observación y atención para captar la más mínima falta; y, despunte su decidida intervención vía el pitazo y la sanción sin titubeo y sin tardanza. Los árbitros de fútbol son personajes muy particulares a no dudar. De seguro aman el juego pues ¿qué más explicaría que acepten participar en él sin poder jugar? ¿Qué más explicaría que acepten también no poder ser hinchas de ningún equipo, sólo hinchas del juego en general? En fin, ¿qué más explicaría que estén dispuestos a arriesgar su reputación y prestigio, fama o renombre, repito, sin poder jugar, no más por un desliz de observación, juicio o actuación? Un pequeño resbalón, un descuido, un yerro, y de su contribución uno (ni nadie) quiere saber nada más. Se les presupone casi siempre en estos casos la mala fe, no la fatiga o la humana distracción. Se les presupone la actuación alevosa, no la física imposibilidad que a veces entraña captar en una fracción de segundo la trayectoria rauda de piernas y balón, además en los linderos de lo que puede ser el área de castigo, lo cual amplifica ante nuestros ojos toda consecuencia de su intervención. Uno sabe todo esto y, sin embargo, uno sigue esperando que sean impecables, ¡y durante todos los 90 minutos o más del encuentro!
Continuará…