Solo los tontos no cambian de opinión
Llevo 23 años haciendo a todos los participantes de mis seminarios la misma secuencia de preguntas. Han pasado decenas de miles de personas y las respuestas no cambian.
Pregunta 1: ¿Cuántos de vosotros ya teníais simpatías políticas, o incluso una ideología definida, a los 16 años? Respuesta 1: Aproximádamente la mitad responde afirmativamente.
Pregunta 2: ¿Cuántos de vosotros votasteis a los 18 años, o en la primera ocasión en que legalmente pudisteis hacerlo? Respuesta 2: Aproximádamente cuatro de cada cinco personas lo hicieron.
Pregunta 3: ¿A los 18 años votasteis igual que habríais hecho a los 16 años? Respuesta 3: La práctica totalidad lo corrobora.
Pregunta 4: ¿Crees que a los 16 años, o incluso a los 18 años, un joven sabe lo suficiente de “la vida” y de política, economía, derecho y sociología, como para decidirse por una opción política de forma acertada? Respuesta 4: La práctica totalidad opina que no tiene elementos suficientes de juicio para opinar de forma acertada.
Pregunta 5: Si trazaremos una línea divisoria entre partidos de izquierda y derecha, ¿cuántos de vuestros padres han cruzado esa línea y cambiaron el signo de su voto? Respuesta 5: 9 de cada 10 indica que sus padres nunca cambiaron.
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Pregunta 6: ¿Y vosotros, cuántos habéis cambiado el sentido de vuestro voto desde la primera vez que votasteis hasta ahora? Respuesta 6: 8 de cada 10 indica que ellos mismos nunca cambiaron.
Demasiadas trampas cognitivas juegan a favor de que cuando adoptamos una idea no la cuestionemos: sesgo de primacía es el hecho de que la información que más recordamos sobre un asunto es la primera que recibimos (un Danone es un yogurt); sesgo de anclaje es la tendencia a creer que la información inicial sobre un asunto es más cierta que la subsecuente (si Dios es Cristo, Alá no puede serlo); sesgo confirmatorio es el hecho de que tendemos a buscar y favorecer la información que apoya nuestras ideas preconcebidas (tanto los de derechas como los de izquierdas leen y escuchan medios de su cuerda); correlación ilusoria es el fenómeno que nos hace percibir una correlación donde no la hay (los míos son mejores personas que los otros); actitudes polarizadas es la radicalización que se produce al surgir una opinión opuesta. Parecemos psicológicamente más diseñados para pelear por querer tener razón, que para usarla y buscar la verdad.
En Estados Unidos son millones los que siguen pensando que Dios creó el mundo en siete días. No quieren mirar lo que dice la biología molecular, la biogeografía o el estudio de la anatomía y los fósiles. En el mundo sigue habiendo centenares de millones de personas que creen que los gays eligen serlo. No quieren escuchar a los científicos que han encontrado variaciones genéticas asociadas a la homosexualidad 2. Tampoco quieren atender a la lógica, ¿quién, como sucede en algunos países, se pondría en riesgo de ser discriminado, apaleado o encarcelado? En Europa sigue habiendo millones de personas que votan a partidos comunistas. No quieren ver que el paraíso que imaginaron se convirtió en un infierno que sesgó la libertad y la prosperidad de los más de 40 países en donde se implantó. Tampoco que llevó a 100 millones de personas a la muerte, la mayoría de hambre.
Adoptamos nuestras creencias con buena fe, y casi siempre, desde la bondad. Quizás por ello, sentimos un apego irracional a nuestras convicciones. Hay algo extraño en los humanos que nos hace identificarnos con nuestras ideas. No solemos dudar sobre si son acertadas, porque cuando uno lo hace parece que está traicionandose a sí mismo. Sin embargo, cuando cambiamos de opinión, es con frecuencia más fruto de una transformación intelectual que espiritual. Cuando pregunto a ese 20% de alumnos que cambiaron el signo de su voto, si cuando votaron una cosa y años después la contraria lo hacían porque en ambos casos pensaban que sus ideología era la mejor para la mayoría, la respuesta siempre fue afirmativa. Mantenían sus mismos valores, solo cambiaron las ideas que creían que mejor los defendían.
Basta una cuerda bien fina para mantener a los caballos dentro de una cuadra. Los cercados electrificados son más económicos que los de madera, e igual de efectivos. Cuando una nueva res llega a la arena, los mozos conectan la corriente. El joven potro puede estar tentado de derribar la valla y escapar, pero al hacerlo recibe una descarga eléctrica de alta intensidad que hace que se le vayan las ganas de volver a intentarlo. Con frecuencia, un solo shock le queda tan grabado a fuego que nunca más se atreve. Los mozos pueden desconectar la valla hasta que entre la siguiente yegua novicia. Por desgracia, muchas personas también permanecen encerradas en sus propias ideas. Una vez éstas se instalaron en su mente, ni siquiera se plantean saltar la valla que les libere de las mismas. Con razón los franceses vienen diciendo desde hace décadas que “Il n’y a que les imbéciles qui ne changent pas d’avis” (solo los tontos no cambian de opinión).