Un duende me dijo un día: «Transformación e Innovación son un proceso»
Parece comprensible, incluso sería una ilusión más propia de un cuento de hadas pensar que al innovar, o al sumergirnos en la batalla por la transformación digital, no puedan aparecer factores exógenos o barricadas internas que condicionen, incluso frenen de alguna manera, la evolución y el avance del proceso.
Cuando uno se da cuenta de que la transformación o la innovación no son un meta, un destino, sino un sendero, se prepara a conciencia para enfrentarse con ánimos a los posibles obstáculos que, sin ninguna duda, aparecen en el trayecto. No sería deseable que el proceso de cambio organizacional fuese una carrera de obstáculos; y resulta menos comprensible que la lucha se establezca en nuestro propio ejército. La transformación y la innovación deberían asumirse con total naturalidad: las nuevas ideas, los nuevos enfoques, la creatividad y la gestión del cambio, tendrían que ser acogidos con una alfombra roja en cada reunión, en cada conversación, en cada reflexión. Los líderes empresariales están obligados a crear entornos seguros donde la inspiración actúe como la respiración de la organización, un proceso natural para el crecimiento y el desarrollo de la actividad de nuestra gente.
Pero a juzgar por la actualidad corporativa de muchas de las grandes corporaciones, intuyo que estoy hablando de una quimera: el lado oscuro de la fuerza —revestido del reverso tenebroso— se resiste al cambio y a salir de su zona de confort. La toxicidad se prepara a conciencia para marcar el territorio y levantar sólidos muros contra cualquiera que atente contra el status quo o los dogmas del bienestar corporativo; no digamos cuando se inicia, con premeditación y alevosía, una auténtica guerra fría contra los transformers y los valientes innovadores que tantas veces caminan como el Llanero solitario.
Por otro lado, los datos no ayudan mucho, sobre todo si no provocan una reacción de cambio en los estilos de liderazgo. En el ámbito de la transformación digital, sorprende comprobar que las encuestas que se realizan a los directivos de las grandes compañías europeas, conducidas por organismos oficiales o prestigiosas consultoras estratégicas, muestran que, efectivamente, los principales factores que impiden el cambio y la innovación están relacionados con la cultura que domina los estilos de liderazgo de nuestros entornos corporativos. Sin una cultura permeable a los cambios, el proceso se enturbia de tal forma que los elementos contaminantes, lentamente, van cambiando el agua destruyendo, poco a poco, el ecosistema creativo. Veamos solo algunos de estos datos.
Ante la pregunta: ¿cuáles son las principales barreras que impiden la transformación digital?, el 53% asegura que existen otras prioridades, y afirman con rotundidad: «no tenemos tiempo para dedicarnos a esto ahora»; el 52% reconocen que están poco familiarizados con lo digital: «no sabemos cómo abordar este objetivo» —confiesan; un 40% señala que la resistencia a los nuevos enfoques es la principal barrera, y sin ningún temor aseguran que «así es como hacemos siempre las cosas».
No hay que preocuparse, hay que seguir luchando, es cuestión de tiempo. Y los resultados llegan como consecuencia de avanzar en el proceso.
Si hablamos de innovación, la cosa se complica aún más, porque los datos que reflejan los ratios relacionados con los recursos aplicados —económicos y humanos— a la innovación son escasos; y utilizo este término para ser benevolente, pero la crudeza de las cifras es muy preocupante. Sí, ciertamente se utiliza una retórica en la que el término innovación aparece en los discursos de los altos directivos; pero eso, queda relegado a los discursos, porque no parece que se refleje en sus acciones, en sus decisiones. Es posible que lo deseen, no quiero ser muy duro, pero los datos contradicen sus anhelos.
No es cuestión de colocar los términos en una casilla del organigrama, algo que queda muy bien de cara a la galería. Ciertamente, los términos «transformación» e «innovación» pueden quedar relegados a meros eufemismos y acabar convirtiéndose, por ósmosis, en algo intrascendente e irrelevante. Lo lamento, pero sigo pensando que se trata de «transformadores» e «innovadores», de activistas capaces de lanzarse a liderar una auténtica revolución. La innovación y la transformación no son cuestión de cifras ni de cajas ni de buenas intenciones: se trata de acción, de actitud, de personas, y de líderes capaces de inspirar e inocular el espíritu para pensar y actuar diferente en un entorno que lo favorezca.
En la nueva economía los que mandan son los clientes, cada vez con mayor conocimiento, con más opciones, con mayor protagonismo del componente digital en sus interacciones y en sus decisiones: empiezan a entender que las nuevas reglas de lo digital les conceden un poder hasta ahora impensable. Y en el futuro próximo —por no decir en el presente continuo— vaya si lo utilizarán. ¿Estamos favoreciendo un caldo de cultivo cultural y un entorno que lo favorezca? ¿A qué estamos esperando?
El problema es que ha llegado un momento en que es cuestión de vida o muerte, de supervivencia o de irrelevancia para muchos sectores. Y empiezo a darme cuenta de que el limpiaparabrisas no funciona, de que la miopía corporativa se puede convertir en una catarata irremediable, y que las bisagras de las ventanas pueden estar tan atascadas que prácticamente sea imposible que el aire fresco entre para renovarlo todo. Y si esto sucede ante nuestros ojos, lo grave es que no hagamos nada para inspirar a los que nos rodean a actuar rápidamente.
Comentaba esta semana por teléfono con un viejo amigo que en el camino de la vida hay veces que lo incomprensible se asienta como verdadero, y se persigue el alma del innovador con tal de anestesiar sus sueños. Soy optimista, aunque el cansancio en el proceso asome y pensemos que es un virus incurable, no hay que desfallecer, también tiene su antídoto. Es una píldora que conviene desayunarse cada mañana, que contiene un sinfín de vitaminas provechosas: ilusión, pasión, creatividad, imaginación, persistencia y, sobre todo, la capacidad de resistir sin temor al fracaso, el coraje para caminar a la luz de la incertidumbre y la curiosidad dispuesta para aprender a soñar despierto.
Una vez me dijo un duende: «La transformación y la innovación son un proceso, jamás lo conviertas en un objetivo, porque puede que te tumbe el viento. No será fácil. Y aunque apasionante, no te asuste el vértigo: a veces sentirás que caminas por un sendero incierto. Pero si no te rindes, te aseguro: llegarás muy lejos». Recordando al duende, recupero del cajón de mis recuerdos uno de mis viejos y desgastados vinilos. Y me siento tranquilo a recordar el mítico disco de Kansas, Point of Know Return, grabado en 1977 en plena tormenta aciaga de la histórica banda. Voy directo a colocar la aguja en el surco número siete.
Siento que el cansancio se renueva, y que los avatares del proceso se diluyen como los polvos en el viento. Sí, lo que está sonando es Dust in the Wind. ¿Lo puedes oír? ¡Vamos, vamos lejos!
Madrid-España
9 años¡Que buen articulo! Me hubiera gustado también verlo publicado en ANEEEXO de ANEEE - ASOCIACION NACIONAL EMPRENDER EN ESPAÑA www.an-eee.com