Viajes psicodélicos
Confieso que mi interés por las drogas se reduce a lo estrictamente literario. Aviso, pues, que textamento una vez más sobre el tema no desde la experiencia sino desde mis impresiones como lector. Mi última lectura sobre adicciones es un ensayo de John Cashman, El fenómeno LSD, publicado en 1966, año en que el novedoso ácido lisérgico aún estaba en proceso de investigación.
Tengo subrayado un largo e ilustrativo párrafo en mi deteriorado ejemplar que viene a confirmar algo que yo siempre había dado por hecho: que esta droga, al igual que otras, “intensifica el carácter básico de la persona que la toma”. Dice el autor que si la persona tiene una buena opinión de sí misma contemplará visiones gloriosas en su viaje psicodélico; pero si el individuo es, por ejemplo, pasivo se sentirá desorientado, perdido. Cashman opinaba, apoyándose en los resultados de estudios realizados en Estados Unidos en la década de los 60, que el sujeto con tendencia a la locura desarrollará esa tendencia en caso de tomar el ácido.
De ahí sacamos la conclusión de que el LSD es una droga elitista: premia a los satisfechos, optimistas y vanidosos y condena al pánico a los hipocondríacos y pesimistas. Como me encuentro en el segundo grupo, creo que hice bien al inhibirme de embarcarme en viajes psicodélicos de dudoso destino. Cierto que Kavafis nos alertó de que no importa el destino sino el viaje en sí, pero yo sigo pensando que no merece la pena recorrer un largo y arduo camino si al final no hay en recompensa un destino apetecible, algo que, desde mi punto de vista, las drogas están lejos de poder ofrecer.
Francisco Rodríguez Criado, El Periódico de Extremadura, 18/4/2007
Imagen: FranSoto (Pixabay)