Capítulo 3: La Tienda de Antigüedades
La noche caía rápida, y para cuando Neftalí, Carla, Leo y Sara se reunieron frente a la tienda de antigüedades, el reloj ya marcaba las diez y cinco. El lugar estaba bañado por la luz ténue de las farolas, proyectando sombras largas y misteriosas que hacían que todo pareciera más siniestro de lo que era en realidad.
—Pensé que habíais dicho a las diez en punto —murmuró Carla, mientras Neftalí llegaba corriendo, con la respiración entrecortada—. Vamos, Sherlock, que se nos hace de día.
—Es que mi madre no paraba de preguntarme por qué necesitaba la linterna —se defendió Neftalí—. Le dije que era para un proyecto del colegio... No sé si me creyó.
Leo sacudió la cabeza, intentando sofocar una risa. —¿Y qué proyecto escolar necesita una linterna y un pasamontañas, eh?
—Cállate, anda —dijo Neftalí—. ¿Estamos todos? Bien, pues vamos a entrar.
La tienda de antigüedades era uno de esos lugares que parecía sacado de otra época: con vitrinas de cristal, relojes antiguos colgando de las paredes y montones de trastos viejos que se acumulaban en el escaparate. Durante el día, la tienda siempre parecía polvorienta y casi abandonada, pero de noche, tenía un aura completamente distinta. Como si cada objeto antiguo guardara un secreto, una historia oscura que no quería ser contada.
—Vale, plan A —susurró Carla, sacando una horquilla del bolsillo—. Intentaré abrir la puerta trasera. Si no funciona, plan B: Neftalí trepa por la ventana y nos deja entrar desde dentro.
—¿Plan C? —preguntó Sara, nerviosa.
—No hay plan C —respondieron al unísono Carla y Neftalí, lo cual no ayudó mucho a calmar a Sara.
Mientras Carla se agachaba para trabajar la cerradura de la puerta trasera, Leo y Neftalí vigilaban los alrededores. Todo estaba en silencio, excepto el lejano murmullo del tráfico nocturno. Sara, por su parte, se mordía las uñas, intentando no imaginarse a sí misma corriendo por el vecindario con una patrulla siguiéndola. Carla soltó una exclamación apenas audible y sonrió.
—Listo. La puerta está abierta, chicos —dijo, mientras la puerta trasera se deslizaba con un chirrido largo y escalofriante.
Entraron en fila, con las linternas apuntando al suelo para no llamar demasiado la atención. Dentro, la tienda olía a madera vieja y a polvo acumulado durante años. Había algo electrizante en el aire, una sensación de que estaban cruzando un límite que no debían, pero precisamente esa sensación era la que les mantenía avanzando.
—Vale, a ver si encontramos alguna pista sobre el tipo del maletín —dijo Neftalí, dirigiendo su linterna hacia el mostrador.
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Carla se movía con soltura entre los estantes, como si estuviera en su propia casa, mientras Leo se quedaba cerca de la puerta, listo para dar la voz de alarma si alguien se acercaba. Sara, aunque temblorosa, se adentró hasta el fondo de la tienda, donde había una puerta semiabierta que daba a una especie de almacén.
—¿Chicos? Aquí hay algo raro —susurró Sara, llamando la atención del grupo. Todos se acercaron y apuntaron con sus linternas hacia la puerta del almacén.
Dentro del almacén, había cajas apiladas, algunas etiquetadas y otras no. Pero lo que realmente llamó la atención fue una enorme manta tirada en el suelo, cubriendo algo que parecía una forma rectangular.
—No me digas que vamos a mirar qué hay ahí —susurró Leo, tragando saliva.
—Obvio que sí —respondieron Carla y Neftalí al unísono, y sin esperar más, Carla se agachó y levantó un borde de la manta.
La tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. Bajo la manta había un maletín negro. Un maletín gigante, justo como el que Carla había descrito.
—¿Lo abrimos? —preguntó Neftalí, con los ojos brillando de emoción.
Sara negó con la cabeza, pero sabía que su opinión no iba a importar mucho en ese momento. Carla ya estaba forcejeando con las hebillas del maletín. Cuando finalmente lo abrió, el grupo se quedó en silencio absoluto.
Dentro del maletín había fajos y fajos de billetes, más dinero del que ninguno de ellos había visto en su vida.
—Vale, esto es oficialmente una locura —dijo Leo, con la boca abierta.
Antes de que pudieran procesar lo que tenían delante, se escuchó un ruido desde la entrada de la tienda. Unos pasos. Alguien más estaba allí.
—¡Apagad las linternas! —susurró Neftalí, y todos obedecieron al instante, quedándose a oscuras, con el corazón latiéndoles en los oídos.
La aventura había dado un giro inesperado, y lo que empezó como un simple juego de detectives por aburrimiento ahora se había convertido en algo mucho más serio. En la oscuridad, los cuatro amigos contuvieron la respiración, esperando que lo que fuese que entrara en la tienda no los encontrara escondidos allí.