REGAZO MATERNO

REGAZO MATERNO

Lo acepto, soy bastante escéptica. Lo sé. Soy la primera en derrumbar todo castillo de naipes que percibo como prearmado, orquestado o manipulado. Lo que para mí es tener los pies en la tierra, para los demás es una visión negativa de la vida. Mas no concuerdo.

No puede ser negativo: tener pies de ancla generosamente amarrados a la Pachamama. No, no. Es ridículo pensar así. Nunca puede ser negativo: tener raíz profunda que alimente sueños altos. Dicha concepción termina cayendo por su propio peso. Como un castillo de naipes. De esos, que solo sirven para juegos.

Con pies de ancla salvé distancias, atravesé límites geográficos y acerqué culturas nuevas. Llené mis maletas de dudas. Cargué mi notebook repleta de interrogantes existenciales y elaboré un mapa lleno de caminos posibles al cielo.

Tengo que confesarlo, el mapa geográfico no me sirvió de mucho. La realidad no concordaba con el papel. No había caso. Mientras miraba una y otra vez el mapa, solo lograba perderme aún más. Los días, deparaban escenarios nuevos a cada momento. Mas no encontraba nada de lo que buscaba.

Insistía pensando en que el error a lo mejor estaba en el mapa, lo giraba para un lado y para el otro. Ilusamente revisaba una y otra vez, cada uno de los listados de dudas e interrogantes. Temía haberme olvidado alguno en casa o haberlo perdido en caminos sinuosos.

Estaba pensando en el regreso. En organizar mapas distintos, rediseñar los interrogantes y armar valijas repletas de dudas nuevas, cuando empecé a entender los mapas. Cuando los anclajes terrestres empezaron a coincidir con los cuerpos celestes, que titilaban en el papel rugoso que me acompañaba por lugares inciertos.

Allí, sentadas al solcito esquivo de agosto, las Pachamamas hablaban. No eran muchas, más eran las suficientes. No tenían las mismas edades, mas ese dato enriquecía los relatos. No habían nacido en el mismo lugar, mas pertenecían al mismo origen. No hablaban el mismo idioma, mas trasmitían el mismo lenguaje.

Todo se entendía. Todo fluía entre cimarrón y cimarrón. A medida que relataban sus historias, se hilvanaban pedacitos de alma en perfecta composición. Parecía un relato único.

Era la historia en ciclos repetida: encuentros, desencuentros. Amores, desamores. Llegadas, despedidas. Vida y muerte, aparecían una y otra vez. Mas no eran el hilván que los unía.

No era el hilo que las conducía a destino divino. Sus vientres habían parido vida. Alma y cuerpo generosos en la continuidad de la especie, de la familia y los afectos.

Ahora, los tímidos rayos de sol iluminaban con fuerza la tierra hambrienta por saber más acerca del amor. Allí estaba el hilván. Como el cordón umbilical; necesitaba ser cortado en un lugar para continuar uniendo otros pedacitos, en otro lugar en perfecta armonía.

Así la vida hecha pesebre, iluminaba el camino al cielo buscado en mis mapas. Allí, en ese lugar cuando me acerqué lo encontré, moraba plácidamente en el regazo materno.

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