Llegan las vacaciones de verano y toca relajarse hasta para de hablar de historia. Hay una palabra que fonéticamente mola y que, es de las que pronuncias y te quedas muy a gusto. Asimismo, es una palabra que, estoy seguro, muchos afirmarán que jamás la han pronunciado porque en redes sociales y, más en una red profesional, no queda políticamente correcto decir lo contrario.
Vamos al lio. Corría el s. XVI cuando en el entonces ministerio de Hacienda, es decir, el Consejo de Hacienda de la época de Felipe III, se tenía a un fiscal de alta alcurnia, un tal Baltasar Gil Imón de la Mota. Ocurría que, igual que ahora a los padres se les llama “viejos” y a los hijos, a veces, se les denomina “críos”, entonces, en pleno siglo de oro, a los hijos se les llamaba “pollos”. Sí, sé lo que te estás preguntando. El femenino se empleaba, por supuesto, si lo que se tenían eran hijas. Pues bien, este tal Baltasar tenía dos…, eso, dos hijas que se llamaban Fabiana y Feliciana. En alguna fuente se cita una tercera hija, Isabel.
En Madrid, y más siendo el fiscal del Consejo de Hacienda, no faltaban las oportunidades de acudir a todo tipo de eventos y fiestas acompañado de la familia. El problema es que las…, eso, las hijas de don Baltasar no se distinguían, precisamente, por su nivel intelectual, ni tampoco por su belleza física. Se decía que las pobres eran más tontas que un submarino descapotable. Claro, el fiscal, el señor Gil, comenzaba a mosquearse porque pretendientes, lo que se dice pretendientes, no había.
Así pues, nuestro amigo Baltasar intentó ser proactivo, más si cabe, para que sus hijas, al menos, jugaran todas sus bazas entre los más granado de la sociedad madrileña, pero por mucho que se dejaran caer en una fiesta detrás de otra, las chicas, “cortitas” ellas, no conseguían ligar con nadie. La frase que comenzó a decirse y a hacerse cada vez más popular en aquel Madrid de la época fue la siguiente: “Ahí va de nuevo don Gil con sus p…” No digo la palabra porque si no, el algoritmo me echa de por vida.
¿Vamos asociando ya? ¿Intuimos ya como evolucionó la frase a una sola palabra? Efectivamente, quedémonos con el primer apellido del señor fiscal, metámosle una preposición “y” que con el tiempo evolucionaría a una simple “i” latina y terminemos con el apelativo de las hijas en pleno s. XVI. Y voilà, ya tenemos el insulto más sonoro que podamos tener en nuestro amado castellano. Sí, lo sé, tú nunca lo dices, ¡faltaría más!
Eso sí, aunque la gente no lo diga nunca… porque no lo dice casi nadie, los pocos impresentables que lo decimos, lo consonanteamos y lo saboreamos fonéticamente que es una maravilla. Eso de que cuando dices, “es que fulanito es un Gil y …” Pues eso, que te quedas “esponjao”. ¡Uy que gusto, madre mía!
Nunca se supo si las hijas se llegaron a casar y, por cierto, el menda, este sí que sí, tiene dos calles en Madrid. La calle y la travesía de Gil Imón en pleno centro. Nos vamos a extinguir, fijo.