En el pasado, prensar uvas requería de algunas mañanas. Y en esta región lo resolvieron empleando ingeniosamente las rocas calizas y areniscas que abundan. Cincelaban sobre la roca viva una pileta de unos 5 centímetros de profundidad que, a su vez, se conectaba con un canal a un pequeño depósito donde se juntaba el jugo.
En estos lagares se pisaba la uva o bien, ya durante el medioevo, se emplazaba una prensa de madera, de forma que el jugo de las uvas escurriera hasta el depósito donde se lo haría fermentar al aire libre. O lo juntarían y llevaría en ánforas a alguna bodega. Cualquier fuera el método final, lo que está claro es que las uvas se molían en esos lagares, que han sobrevivo hasta nuestros días como vestigios de una práctica. Y señalan, al mismo tiempo, la continuidad histórica de una región productora de vinos.
Con un dato extra: esos lagares estaban emplazados en lugares donde se cultivaba los viñedos. El alcance y la escala que cubren da buena cuenta de la importancia que tuvo la producción de vinos en lo que podríamos llamar una proto-Rioja.
Pero la mayoría de los lagares no están solos. En los más importantes, como el de Remellouri o Peciña, por citar dos ejemplos, la molienda y elaboración del vino también convive con las necrópolis. Y emplearon, dicho sea de paso, el mismo modelo de construcción: los nichos están tallados sobre la roca viva. De modo que un observador desatento puede confundir un cementerio con una bodega.
Hoy resulta higiénicamente aberrante pensar una bodega y un cementerio construidos en el mismo lugar, pero no lo era así para las cosmovisiones del pasado. Ya los egipcios mandaban al más allá a sus muertos munidos de provisiones entre las que nunca faltaba el vino, al menos para los faraones. Dioniso, dios del vino para los griegos, también representaba el ciclo de la vida y la naturaleza.
Tiene algo de sobrecogedor recorrer esos lagares y necrópolis, en los que al cabo de los siglos en algunos se montaron ermitas y otros que cayeron en desuso fueron sepultados por el tiempo. Y ese algo es una sustancia intangible en la que se funden el paso del tiempo, la experiencia vital y los ciclos de la vida. Solo que verlos tallados en piedra, uno junto a otro, agita la imaginación y la intuición.
En particular en la ermita de Peciña, construida sobre el filo de la sierra, con una vista dominante sobre el valle y La Rioja y los meandros del Ebro. Algo de esta misma visión natural deben haber tenido quienes pisaron las uvas y quienes fueron sepultados en los nichos, al cabo de sus años.
Hay 200 lagares rupestres censados en la zona de Rioja Alavesa, de los cuales la mayoría se distribuyen en una zona puntual: Labastida con 57, San Vicente de la Sonsierra con 50, Ábalos con 27, Salinillas con 18, Villabuena con 10, seguidas de una decena de localidades con varios lagares cada una. Lo curioso es que, las zonas de mayor concentración de lagares rupestres coinciden con las regiones más cualitativas hoy.
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