Autoexplotadores y Hedonistas: Anatomía de Dos Sujetos Contemporáneos

Autoexplotadores y Hedonistas: Anatomía de Dos Sujetos Contemporáneos

La sociedad contemporánea parece haberse especializado en la producción de dos tipos de sujetos que, a pesar de ser aparentemente opuestos, comparten una base común: ambos son el resultado de un sistema que se alimenta de la angustia y la alienación. Por un lado, tenemos al sujeto del rendimiento, un hombre que vive como si fuera una máquina cuya única razón de ser es producir, ser eficiente, exprimir cada segundo de su día. Por otro lado, tenemos al sujeto del exceso, que se sumerge en la comodidad de su consumo hasta la asfixia, movido no por un ético deber productivo, sino por la pasividad y la necesidad de saciar su hedonismo.

Byung-Chul Han ya nos lo advirtió: el sujeto del rendimiento es el éxito del neoliberalismo, el individuo que se autoexige hasta la extenuación, que se convierte en empresario de sí mismo, abrazando la autocompetencia como si se tratase de una religión. Yo puedo, se dice constantemente, más como una orden que como una afirmación positiva. Vive obsesionado por la productividad y se esclaviza voluntariamente en nombre del desarrollo personal, mientras el agotamiento lo consume en silencio. Al fin y al cabo, este sujeto no necesita un jefe que lo controle porque se ha transformado en su propio verdugo.

La ironía de este personaje es trágica: su libertad, esa bandera tan preciada del discurso neoliberal, se ha transformado en una cadena invisible. Ya no hay nadie que le imponga el trabajo desde afuera; él mismo ha interiorizado la obligación. No hay espacio para el descanso, la contemplación o la reflexión. La hiperactividad y la autoexplotación se han convertido en el fin último, como si la vida fuese una incesante carrera hacia un horizonte que siempre se desplaza más lejos. El sujeto del rendimiento ha aprendido a explotar cada minuto del día, pero ¿qué ha ganado a cambio? Su felicidad está hipotecada, sus relaciones humanas son superficiales y su único consuelo es la promesa constante de algún día poder disfrutar de las recompensas de su esfuerzo.

Este sujeto del rendimiento encarna una ética estoica y de la eficiencia, una ética que está profundamente alineada con los valores de la ética protestante cristiana. Para el sujeto del rendimiento, el sacrificio, la austeridad y la dedicación incesante al trabajo se convierten en virtudes cardinales. Hay un sentido de misión, casi espiritual, en el hecho de no detenerse nunca, de rendir hasta el último aliento, de vivir bajo una rígida autodisciplina que recuerda a los preceptos de una vida piadosa. Esta ética estoica implica la supresión de los placeres inmediatos, la resistencia al ocio y la negación de la gratificación personal que no esté vinculada al trabajo. Todo es medido en términos de productividad; incluso el descanso es solo una estrategia para mejorar el rendimiento. No hay lugar para el gozo por el gozo mismo, sino que cada acción debe tener un propósito, un fin utilitario y orientado a la eficiencia. En esta lógica, el bienestar personal se sacrifica en el altar del rendimiento, en un intento perpetuo de ser merecedor de la aprobación de un sistema que nunca se cansa de demandar más.

Por otro lado, tenemos al sujeto del exceso o sujeto hedonista, el complemento perfecto para la sociedad de consumo. Este individuo es lo contrario al primero: no vive para rendir, sino para consumir. El mercado lo tiene todo previsto para él: series sin fin, apps que aseguran gratificación inmediata, y una oferta inacabable de bienes que prometen hacerlo sentir especial, al menos por un momento. Este sujeto también sufre, pero su sufrimiento se ahoga en montones de bienes y experiencias efímeras. Su libertad, paradójicamente, se ha reducido a la elección entre las diferentes cortes de carne para el asado del domingo, como si esa decisión tuviera un verdadero significado.

Este sujeto no se autoexplota como el primero, pero tampoco encuentra la forma de llevar adelante una existencia auténtica. Su vida está entregada a la pereza disfrazada de bienestar, a la felicidad sintética que proporciona cada compra, cada click en el teléfono, cada tarde arrastrándose por el catálogo de Netflix en busca de la próxima dosis de entretenimiento. La vida se convierte en una acumulación de momentos pasivos, en una sobredosis de comodidad que impide cualquier esfuerzo significativo, cualquier confrontación con la verdadera complejidad del existir.

El sujeto del exceso encarna una ética hedonista del sinsentido y del gozo por el gozo mismo. No hay una dirección clara, no hay un propósito más allá de la satisfacción inmediata de los deseos. Para él, el placer es el único valor supremo, y la vida se vive en la búsqueda constante de experiencias que puedan llenar el vacío existencial que siente. Sin embargo, este hedonismo no es el hedonismo clásico de Epicuro que propugnaba el cultivo de los placeres elevados y la búsqueda del bienestar equilibrado. Es más bien un hedonismo vacío, carente de reflexión, donde el consumo se convierte en un fin en sí mismo, y no hay espacio para la construcción de una vida significativa. El sujeto hedonista rehúye cualquier tipo de esfuerzo prolongado, cualquier compromiso que implique un sacrificio. En su ética, la felicidad es equiparada al confort, a la ausencia de dolor y al disfrute momentáneo, pero sin la profundidad que otorgan el significado y la trascendencia.

Lo paradójico es que ambos sujetos, el rendidor y el devorador, son las dos caras de una misma moneda: una sociedad que nos promete la felicidad, pero que en realidad nos entrega fatiga y ansiedad. El primero se ahoga en la autoexplotación, el segundo en el consumo. El neoliberalismo ha tenido la astucia de captar que hay una forma de alienar incluso al ocio. Si el sujeto del rendimiento es un soldado, el sujeto del exceso es un prisionero, atrapado por la promesa de una felicidad que nunca llega.

La gran ironía de la modernidad es que, tanto el que rinde como el que consume, están igual de vacíos. Uno se explota para llegar a una meta que nunca se materializa, el otro se embriaga de consumo para llenar un vacío que nunca se colma. Ambos son esclavos de un sistema que los necesita insatisfechos y ansiosos: ya sea ansiosos por producir o ansiosos por consumir. Y así, entre jornadas interminables y compras innecesarias, ambos sujetos continúan alimentando a la gran maquinaria social que nos mantiene ocupados, en perpetua actividad o consumo, sin tiempo para cuestionar, sin tiempo para ser verdaderamente libres.

Es el momento de preguntarnos si hay una salida a este binomio de autoexplotación y consumo desmedido. ¿Es posible romper con estos patrones y crear un espacio para la verdadera reflexión, para el desarrollo de una subjetividad que no esté definida por el rendimiento ni por el placer inmediato? Tal vez, la respuesta esté en volver a recuperar un concepto que parece haberse perdido en nuestra cultura contemporánea: la idea del límite, de saber cómo y cuándo detenerse, de no ser ni productor incesante ni consumidor empedernido, sino simplemente ser.

Pero claro, esa propuesta no suena muy rentable. Y como ya sabemos, en esta sociedad, si algo no produce ni se puede vender, parece no tener lugar.

Estanislao Molinas

Relaciones Internacionales

1 mes

Interesantísimo artículo👏🏻👏🏻👏🏻

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